jueves 21 noviembre, 2024
Mujer es Más –
CULTURA VIDA

«CUENTO» La inocente de Catedral

 

🖊  Jeannette Gorn

@GornKacman

A Paola Berenzon, mi nieta,

con mi amor de siempre.

Nací en Veracruz. Soy mulata de pelo “murruco”, pero mis facciones, no sé si para bien o para mal, se afinaron porque —decía mi madre— soy de ojo verde como el mar, pues salí así porque mi padre era blanco. Vivíamos en una vecindad de mala muerte y nos bañaban, a mis hermanos y a mí, en un lavadero. Estaba acostumbrada a que me dijeran que era muy bonita; eso alimentaba mis sueños de que un príncipe marino viniera por mí. No conocí a mi padre, pero sí a muchos padres sustitutos, novios de mi madre. Con uno de ellos nos vinimos a vivir a la Ciudad de México, a otra vecindad frente al mercado de Jamaica.

Casi toda la vecindad era de la familia Flores porque el que llegaría a ser mi suegro no tenía apellido, y le gustó ponerse ese, como el mercado de las flores, donde trabajaba. Mi suegra trabajaba en la Central de Abastos. Era lechuguera y ganaba harto dinero; creyó que todo cambiaría para mejor si mandaba a sus hijos a escuelas particulares. Los desubicó y los hizo unos buenos para nada. Eran los “fifís” de ese lugar, pues les daba todo lo que querían y no les exigía que trabajaran.

Yo tenía 13 años y me enamoré, con toda la frescura de la adolescencia, de uno de los Flores. Lo veía brillar ante los ojos de una mujer niña.

Felipe, no puedo creer que se fueron veinte años en prisión: toda una vida. Te castigaron por un crimen que no cometiste. No viste crecer a tus hijas, no pudiste evitar que las violaran. Un día te dije: “¡Ya qué! Manda a que le corten los huevos al que hizo eso”.

El Flores sabía que uno de mis padrastros me había violado. Un día llegué llorando a contárselo y me consoló. Salí embarazada de mi primer hijo. El Flores me pegaba, pero yo lo creía un dios y, además, a todas las mujeres nos pegaban. Tuvimos tres hijos. A él no le gustaba trabajar. Un día me dijo: “Paty, encontré un maravilloso trabajo para ti. En la noche te llevo. Arréglate un poquito”.

Llegamos a una casa a un costado de la Catedral. Esa casa tenía nombre: “Mister Wong”. Flores tocó el timbre. Vi humo y olía a podrido. Salió un señor con cara avinagrada; se llamaba José. A él le dijo mi “esposo”: Se la encargo. Adentro, una compañera me indicó: “Ponte esto. Aquí se usa uniforme”. Me dio una faldita con la que no debía ponerme calzones, y un brassiere con hartas lentejuelas. Me explicó que debía sonreír a todos los hombres que estaban en diferentes mesas, y servirles lo que pidieran. No me dijo nada más. Lo increíble era que yo ya tenía 30 años, pero había vivido encerrada en mi casa criando chamacos con el Flores de mierda. Salía solo con él o con mi suegra. ¡Treinta años tenía yo, y todo lo que me decía el Flores lo hacía! No lo amaba. Lo idolatraba.

Empecé a servir como mesera. De pronto un hombre grande me tocó el culo. ¡Qué susto me dio! Me ordenó: “Vístete, que vamos a salir”. Así llegamos a un cuarto de hotel. Dio un trago a una botella que se había llevado y me obligó a tomar de ella; me raspó la garganta. ¡A eso me había traído mi viejo, a trabajar de puta! Conocí penes de todos los tamaños pegados a testículos también de todos los colores y tamaños. Todo terminó de madrugada. Al llegar a mi casa le dije a mi viejo: me pusiste a trabajar de puta. “Viejita —me dijo—, será un tiempo corto, mientras fincamos con lo que tú ganes”.

Pronto me convertí en la puta más famosa del lugar. Me volví alcohólica y drogadicta; me encantaba ser puta. A veces tenía tres clientes. Me esperaban. Alcanzaba a bañarme, y el otro y el otro… Fincamos gracias a mi trabajo.

Felipe, me pregunto: ¿Estás en la cárcel siendo inocente porque pagas el pecado de ser hijo de una puta?

Así fue, noche a noche, durante cuatro años. No solo le finqué al cabrón de Flores sino también a mi madre, y ayudé a familiares; a veces en una noche ganaba 1,500 pesos de los de antes. Iban hombres viejos, porque los jóvenes suelen tener relaciones con personas de su edad. A veces me tocaban despedidas de soltero. Eran las peores: llenas de vulgaridades, de maltrato…, y eso que iba a casarse al día siguiente…

Las putas saben muchas cosas que fui aprendiendo. Un día un hombre viejo me dijo: “Deja todo esto; vente a trabajar conmigo”. “No sé hacer nada”, le repliqué, y él respondió: “Solo tendrás que contestar el teléfono”. Acepté, y con él se fueron tres años. Conocí muchos lugares elegantes. Me vestía de otro modo, con prendas caras. Pero, ¡oh-oh!, lo descubrió la esposa, y pa’ fuera.

Volví al burdel ya más madura, y descubrí que mi vagina era como una guanábana en flor chorreando almíbar de deseo. Cada vez tomaba, fumaba y cogía más. Así iba y venía la vida, sumado a criar chamacos que ahora comían y vestían bien. Yo, puta en la noche, no me daba cuenta de nada, ni de que mis hijos se portaban mal en la escuela: para eso estaba su papá, que mal cumplía su parte de trabajo, aunque a él y a los niños no les faltaba nada. Otro cliente viejo me dijo que era viudo y me invitó a vivir con él. Este hombre era maravilloso. Era tan viejo que se venía con solo el blah blah, así que yo fingía escucharlo y, mientras, descansaba y me emborrachaba de aburrimiento. Volví al burdel. Ahora me excitaba más. Un día frío, a la madrugada salí a tomar un taxi. Me desmayé y no supe más de mí. Abrí los ojos en un hospital y me explicaron que tenía fractura de cráneo.

¡Ay, Felipe! ¿Por qué, si tú eres tan bueno, tanto sufrimiento…?

Un día, a bocajarro mi hija me dijo tengo una enfermedad que nadie ve, que hace que una abandone todo, hasta a sus hijos. Soy ninfómana. Yo no supe nunca cuál era su padecimiento. En ese entonces dejé todo y me acerqué a una iglesia cristiana cuyos pastores me hicieron conocer a Dios. Fui perdonada, y ahora Dios habita en mí.

Empecé a trabajar en lo que podía: haciendo tacos, quesadillas, pozole… Vendía en la calle. Mi marido era el amo de casa, y yo, la proveedora. Mi hijo se quedó con sus dos hijas porque su esposa lo había abandonado. En la casa vivíamos Felipe, sus hijas, mi esposo y yo. Todos comíamos.

Dormíamos una noche cuando oímos una balacera muy fuerte. Mataron al hijo de mi cuñada, que era drogo y también la vendía al menudeo. Dice la señora con quien trabajo que vivo en una favela. ¡Quién sabe qué dice! Mis hijos tenían otro primo que era un cabrón de cabrones. Se llamaba Luis y se decía que estaba implicado en varios asesinatos. De cuando en cuando Felipe iba a ver a su primo donde vendía la droga. A lo mejor mi hijo se daba un toque o se echaba una línea, pero eso era todo; volvía temprano a dormir, se levantaba temprano y me decía al irse a trabajar: “Jefa, le encargo a mis hijos”.

De nuevo, escondidos en la noche, se oyeron sesenta disparos. Todos los tenía Luis en su cuerpo. Chorreaba sangre. Felipe me dijo: “Jefa, no salga”. Mi esposo y Felipe se fueron en la ambulancia que se llevó a los muertos, Luis entre ellos. Su madre se fue del barrio por miedo a las represalias. Hubo mucha confusión. Se llevaron a Felipe, mi hijo, por sospechoso, pero lo soltaron por falta de pruebas. Tengo otro hijo que es huraño y agresivo y peleamos mucho.

Mi patrona me dice: ¿Qué, acaso uno tiene que estar en el reclusorio para que lo quieran? Ya deja de pelear con él.

A Felipe lo van a operar de una bola en el pulmón de los golpes que le dieron cuando ingresó al penal, y yo no puedo verlo ni sabré la fecha de su operación ni cómo salió. Así es la ley. Si un hijo está en el reclusorio, deja de ser hijo, y una deja de ser madre. “Son tiempos aciagos”, dice mi patrona.

En el barrio se hizo una posada y vinieron invitados de otras colonias. Todos se pusieron hasta las manitas; siguieron las discusiones de borrachos. “Vente”, le dije a Felipe, “vamos a la casa”. No habíamos dado dos pasos cuando se oyeron dos disparos. Alguien que no era del barrio cayó muerto. ¡Ni quien lo conociera! Llegaron los guardias y se llevaron a Felipe. Lo acusaron de haber conducido el auto del asesino. ¿Cuál auto? Lo mataron a quemarropa. Habían confundido a Felipe con su primo Luis. No hubo defensa, ni siquiera, prueba de parafina. Lo juzgaron sin pruebas y le echaron veinte años de prisión. No sé por qué el abogado de oficio no hizo nada: se fue. Otros abogados nos prometieron hacerse cargo del caso. Se apropiaron de dos camionetas y dos terrenos, y no hicieron nada, ni siquiera el amparo que se imponía. Después de eso nos fuimos con las niñas a provincia. Regresamos al DF —como se llamaba entonces— después de siete años a la casa que yo había fincado con mis nalgas. ¿Dónde está la justicia? ¿Es algo que se compra? No tengo dinero. Todo fue muy rápido y extraño. El expediente de mi hijo trae la foto de su primo el cabrón. Se me reventaron los nudillos y sigo tocando puertas que no se abren. Todos me dicen que mi hijo ya está juzgado, pero no es a mi hijo a quien juzgaron sino a un muerto, y mi hijo lo paga.

Felipe, ¿qué me falta? Nadie me hizo caso. Me decían que como madre defendía a mi hijo, y así sus buenas consciencias se quedaban tranquilas. Mandé cartas al presidente, que no leyó porque no eres un preso importante. ¿Qué instancia se encarga de los equívocos de la ley? Que hayan cerrado el caso no quiere decir que la ley esté muerta: puede volver a abrirse el expediente. ¿Por qué mis nietas deben pagar socialmente el ser hijas de un convicto inocente?

Cuando lloro en esos días en que estoy vencida y me siento basura, mi patrona me dice que soy mujer, que aunque hubiera sido puta, antes de serlo tenía que haber sido mujer. No la entiendo muy bien, pero me hace sentir mucho mejor. A veces la acompaño a hacer compras y me dice: “Cómo me gusta el perfume J’adore”, y yo le contesto: “A mí, el Poisson”, y cuando veo la cara de sorpresa que pone, le digo con dulzura: “Acuérdese de que fui puta…”.

 

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