A la Báez reloaded
“…sólo las criaturas que nunca escribieron
cartas de amor
sí que son ridículas”.
Álvaro de Campos (Fernando Pessoa)
Para la gran bestia del capital, el amor puede ser un producto o un estigma. Por una parte, es la materia prima con que se fabrica una de las pócimas que controlan a las masas: el romance soso, hueco, de receta —que es invisible si un baño de oro no lo recubre—; el amor que despreciaba Sabina, de 14 de febrero, domingos por la tarde y columpio en el jardín; el que conquista, devora y se aprovecha de las estructuras de poder que lo rodean. El otro, en cambio, el amor que nos hace vulnerables y nos enfrenta —mediante la visión del ser amado— a nuestra propia humanidad, no sólo es temido, sino abiertamente rechazado. Contra ése se vacuna la sociedad de hoy.
Ya Zygmunt Bauman habló del amor líquido, del amor con que se entretiene la sociedad de hoy. Se trata de nada más que mero entretenimiento, una piscina donde hay que nadar sin sumergirse demasiado, en espera de la próxima atracción. Para ese amor, quedarse a construir no es una opción, y el primer cambio del viento basta para modificar la ruta. Es un amor moldeado, como nuestros hábitos de consumo, muy semejante al deseo que sentimos por el celular de moda: damos todo por obtenerlo cuando todavía es novedad, pero dejamos de adorarlo tras la primera caída y esperamos ansiosos que llegue el próximo año para poder cambiarlo definitivamente.
El afecto promovido por el sistema es el que nunca se hunde profundamente en las aguas de la otredad, el que nunca se entrega a la empatía ni pone las manos al fuego por nadie. Lo leemos todo el tiempo en las revistas del corazón: “Aléjate de las personas tóxicas”. Y ¿quiénes son esas personas tóxicas? Estas revistas casi nunca hablan de la violencia ni la hacen visible como el enorme problema social que es, sino que intentan hacer más superficiales las relaciones humanas: las personas tóxicas son las que sienten, las que pasan por depresión y enojos y frustraciones y no han logrado paliar sus males consumiendo. Son tóxicas porque —muchas veces sin saberlo— rompen la regla de callarse los malos pensamientos y dejar que se disuelvan en los paliativos del centro comercial.
El otro amor es el que el sistema rechaza, quizá no por su “potencial subversivo” —como tanto nos gustaría creer—, sino porque, simplemente, no se ha encontrado una forma de comercializarlo. Nadie quiere un amor duradero, que no siga el paso a los cambios de la tecnología, que se descomponga y sea necesario repararlo en vez de, sencillamente, comprar uno nuevo. Ese amor no se vende tan bien en las películas, aunque sí figura en ellas, en efecto, pero deformado, en una versión ideal que también traiciona a la realidad y que, al no existir, reafirma la necesidad de volver al amor líquido.
Mencioné el potencial subversivo del amor porque es justo en el amor desinteresado donde surgen relaciones capaces de evadir, aunque sea por momentos, los látigos del sistema. No me refiero a amores sinceros como los que sienten los amigos, las comadres o las abuelas por sus nietos. Esos afectos forman lazos que tampoco puede comercializar el sistema e, incluso, se rebelan ante las carencias del Estado (o suplen sus faltas). Por ello —ciertamente—, este amor tampoco es el favorito, pero no hay que ensalzar su potencial de rebeldía: no puede comercializarse y punto; por eso es rechazado.
¿Qué es un mundo sin amor? Según la semióloga Julia Kristeva, un mundo de muertos. Lo decía ella desde los años ochenta: “Quien no escribe ni está enamorado ni se psicoanaliza está muerto”. Visto de otra manera, lo que ella proponía es que una vida sin arte, sin creación y sin conocimiento de uno mismo está vacía, condenada a deambular como alma en pena por las calles, pues todas estas actividades son formas de cultivar el propio ser; escapar de ellas es escapar del yo, dejarlo para después, postergarlo hasta la agonía.
Es difícil saber cuáles serán los males que atacarán a una sociedad que niega el amor, que lo convierte en un producto desechable. Lo cierto es que el amor, tanto como el deseo, ha movido al mundo desde que tenemos memoria. Lo dice Kristeva misma: “ser psicoanalista es saber que todas las historias terminan hablando de amor”. Y es así: las historias humanas —las de triunfo, las de fracaso, las de soledad, las de compañía— tienen siempre un trasfondo de amor. Esto no parecía un problema antes, pero hoy parece que estorba muchísimo al mundo del individualismo.
El mundo del individualismo tampoco está basado en el amor propio. Por lo contrario, los valores que persigue rechazan el yo. Tomar una o dos veces a la semana el soma de Aldous Huxley para escapar de la vida, alejarse de las personas tóxicas —que, de tan tóxicas, hasta tienen sentimientos—, correr de una relación a otra como si de cambiar el iPhone se tratara, etcétera, son formas de escapar del propio ser, de no mirarse a los propios ojos. Un mundo sin solidaridad, sin lazos firmes de amistad ni de cariño, es la fantasía última del sistema, y se la estamos procurando.
Manchamanteles
En el mundo líquido, la barrera entre sexo aceptado y sexo pervertido se ha desdibujado considerablemente. La razón económica descuella: como observó Freud, la sociedad requería sublimar la energía sexual de los individuos para que fueran más productivos; hoy, en cambio, el capitalismo ha hallado la manera de seguir explotando a las masas, pero sin exigirles disciplina ni moral. La pública ostentación de la sexualidad en que hoy vivimos no es tan preocupante por razones de pudor o moral, sino por el trasfondo económico que la motiva. En este sentido, sólo la pedofilia permanece como reducto prohibido del sexo. Zygmunt Bauman comenta cáusticamente: “Oponerse a la pornografía infantil apenas nos obliga a usar algo del aceite del humanismo que en el pasado lubricó con tanta eficacia las ruedas de la violencia. Sin embargo, son muy pocos los que están seriamente a favor de programas capaces de salvar la vida de los niños, ya que dichos programas son onerosos en términos de dinero y comodidad e implican la adopción de un estilo de vida diferente”.
Narciso el Obsceno
Con cada sujeto que se enamora, pensamos que Narciso ha cedido ante la promesa de una relación amorosa. Lo oímos decir que el objeto del amor lo venció. Pero no, no, no y no. Es una trampa: Narciso nunca se enamora de otro. Narciso está demasiado enamorado de sí mismo como para tener un poco de amor para alguien más. Sólo se enamora de lo que el otro dice de él. A fin de cuentas, Narciso da una vuelta de tuerca sobre sí mismo.