Desde su creación, en 1990, el Instituto Federal Electoral -ahora INE-, ha facilitado en México ejercicios democráticos con elecciones libres, legales y justas.
Su estructura y protagonismo ha posibilitado un tránsito de poderes pacífico. Desde un priismo autoritario, dos sexenios panistas consecutivos, el regreso del PRI y la aplastante irrupción de Morena.
También tuvo etapas difíciles, sobre todo, en elecciones donde los perdedores no aceptaron sus derrotas y acusaron al Instituto por los resultados. O dónde poderes fácticos como el que detentan los grupos criminales impusieron sus condiciones.
Una Institución perfectible, pero con autoridad para mantener su autonomía e independencia. Coartarla sería un tiro de gracia para la incipiente democracia que experimenta nuestro país.
México requiere un árbitro electoral fuerte, que defienda la voluntad de los votantes y no de los gobiernos ni de los caprichos en turno. Que mantenga la confianza en el escrutinio de los votos y la inmediatez de los resultados de los comicios.
Después de la elección más competida que se haya registrado en México, hubo una Reforma Electoral (2007-2008) que obligó la salida anticipada de Luis Carlos Ugalde de la presidencia del entonces IFE y de cinco consejeros.
En 2014 con el cambio de nombre de IFE a INE se disolvió el Consejo Electoral y ahora la propuesta es desaparecer el Consejo General y hacer rotativa la presidencia cada tres años, lo que obligaría a Lorenzo Córdova a dejar la presidencia el próximo año y el cambio de tres consejeros.
Sin embargo, a pesar de que las reformas son para perfeccionar el desempeño de las instituciones, también hay que advertir que cada reforma tiene la rúbrica (y los deseos) de la oposición.
Lo raro es que esta iniciativa no parte de la oposición, sino de un diputado con doctorado en la oposición y que ahora es integrante del partido en el poder, Pablo Gómez. De ser aprobada su propuesta, la presidencia del INE dependerá de quien tenga el control en la Cámara de Diputados.
Habría que preguntarse si las modificaciones que se han realizado han servido para robustecer y empoderar al órgano electoral. Yo creo que no.
De hecho han sido varios los intentos de vulnerar la autonomía e imparcialidad del órgano electoral por parte de los gobiernos en turno. El camino de casi tres décadas no ha sido fácil y se ha complicado con cada alternancia del poder. Y ese es el riesgo, perder lo que se ha logrado a partir de 1977 con la Reforma Electoral que se considera el inicio del proceso de transición a la democracia.
A pesar de ello, el desempeñó del INE ha llegado a destacar a nivel internacional como ejemplo de transparencia, lo cual no lo exime de reconocer sus debilidades y ostentosidades.
Siempre sale a colación lo caro que es el Instituto, los gastos onerosos, altos salarios, prestaciones y privilegios excesivos.
A esto súmele los vacíos legales que aún permiten por debajo de la mesa el financiamiento ilegal en las campañas, el rebase de los recursos permitidos y lo principal que casi nunca se logra, el piso parejo para todos los candidatos.
Pensar en una reforma de largo plazo para el INE, se antoja complicado, porque cada elección hay alguna inconformidad de la oposición a pesar de que en el panorama político, las últimas tres elecciones presidenciales, las han ganado tres diferentes partidos políticos.