El escribidor sabe que, en el extremo literal, las banderas, la de cualquier país, facción o grupo, son un trapo de colores.
También sabe que simbólicamente (esencialmente) las banderas son la expresión gráfica, material y espiritual, de las creencias, los anhelos y de la unión de un grupo o varios grupos humanos; significan unidad, solidaridad, bien común; pasado, presente y futuro compartidos.
El escribidor sabe también que los libros no son más que papel y tinta; papel que recibe garabatos impresos en tinta que significan algo, que dicen, cuentan, propagan algo; que guardan, resguardan e intentan difundir el pensamiento de los seres humanos o, al menos, de uno o de unos grupos de seres humanos. Sabe también que a veces son caros y difíciles… como lo es el pensamiento.
El escribidor también cree saber que las universidades significan, esencialmente, universalidad; que son lugares (fueros, si se quiere) donde deberían privar esencialmente las libertades de pensamiento y de expresión (una sin la otra, o al revés, no existen, ¡por Dios!), y todas las libertades, donde conviven y discuten civilizadamente (sin que ello requiera necesariamente llegar a ningún acuerdo) los contrarios.
Por eso, el escribidor está muy encabritado y triste (lo que seguramente y con razón a muy poquitos les importa) por lo ocurrido la tarde del miércoles 13 de noviembre en la Ciudad Universitaria de la UNAM… y también, sobre todo, por la falta de respuesta de las autoridades correspondientes (para ello electas) ante la agresión a la inteligencia y a la razón.
Quemar un trapo con tres colores poco o nada significa. Quemar una bandera mexicana, –símbolo de cientos de años de historia, contradictoria es cierto— es mucho más que un agravio… al menos para mí. Esa bandera representa la lucha de millones de mexicanos, quienes, siguiendo a sus creencias, equivocadas o no según nuestro punto de vista, lucharon por ellas; se rompieron la madre, como se dice ahora. Ellos, sus creencias, sus luchas son lo que México es ahora. Un trapo tricolor es su símbolo, su recuerdo, su homenaje. Y hay que respetarlo, con el alma. Pero sobre todo las autoridades, electas popularmente, que para eso están. Si no, para qué.
¿Los libros? Lo libros se defienden solos. Afortunadamente. Quienes a lo largo de la historia –no sólo los fascistas– han quemado libros, han fracasado, pese a que el papel es fácil pasto de las llamas. Lo que no es fácil para el fuego ni para sus propagadores son las ideas que tenían esas páginas, de las que nuevas páginas y nuevos libros nacerán.
Tampoco podrán, por más que se quiera, poner de rodillas a las universidades reales, donde las libertades navegan por cualquier tipo de mar sin más riesgo que el del cuestionamiento honesto y su discusión. Las universidades son jardines para el debate, la oposición y el acuerdo, sin que se excluyan uno del otro. También preparan para el trabajo, sí, pero no son fábricas de operarios sumisos.
En nuestros días, el resguardo de las banderas, los libros y las universidades es responsabilidad primordial de las autoridades electas democráticamente, como las que rigen México y la Ciudad de México. Su ausencia o su inacción en la preservación y en la defensa de las libertades, de los derechos humanos, es cosa grave. En serio. Un buen día, no muy lejano, por cierto, la historia se los reclamará.
Quemar banderas y libros y atacar a la mayor universidad es un acto absolutamente fascista… hasta hoy protegido por las autoridades de la Ciudad de México.
Mientras tanto, los ciudadanos que creen en las libertades, es decir los ciudadanos reales, deben decirles a los agresores de las libertades y a las autoridades complacientes de ellos: ¡No pasarán!