martes 07 mayo, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» El analfabetismo social, una raíz del odio

 

En cualquiera de sus presentaciones, la ignorancia tiene numerosas causas. No hay que satanizarlas, pero sí hay que entender que muchos se benefician si la ignorancia prevalece y da vida a los múltiples odios. El escritor francés Pascal Quignard (1948), en su Retórica especulativa (1995), observa: “El lazo social está basado en esa exclusión de lo otro, de donde provenimos, de donde no queremos provenir, que de ninguna manera es ajeno y a lo cual se acusa de no ser en modo alguno humano, como tampoco el humano lo es”. Por lo tanto, incitar el oscurantismo del conocimiento es minar los vínculos básicos de la sociedad. La desinformación, pues, aumenta el analfabetismo social. La sociedad actual quiere lo práctico e inmediato, aunque no sepa si en realidad le es útil. El triunfo del pragmatismo sustenta el voltaje de la frase “divide y vencerás”, derivación de la máxima latina divide et vinces (o divide et impera), que Julio Cesar utilizó en la antigua Roma y después Napoleón convirtió en uno de sus principios fundamentales.

El desconocimiento, la desinformación y la manipulación casi nunca son culpa de las personas que más gravemente padecen sus efectos. No me corresponde aquí hablar de la gente que actúa desde el desconocimiento porque le fue negada la educación por la pobreza o la marginación. Deseo hablar de la gente que actúa desde la ignorancia a pesar de haber tenido todos los medios para recibir la mejor educación, de la gente que desde la opulencia decide conservar su ignorancia, ostentarla como si fuera una bandera de la cual se puede estar orgulloso y, además, propagarla.

Mucho he hablado estos días del odio que se manifiesta grotescamente en los centros de detención de los Estados Unidos, así como del odio que los mexicanos expresamos contra los mexicanos mismos, y considero que ahora, más que concentrarme en quienes siendo víctimas replican estas prácticas, me toca señalar a los verdaderos responsables: las cabezas que difunden este discurso y la raíz que tiene este odio para ellos. Hablo, por supuesto, de grandes personajes oligárquicos que, a pesar de haber pasado años recibiendo educación privada o a pesar de tener recursos de sobra para comprarse una universidad, reproducen lo más bajo de la humanidad y despliegan su odio manipulando a la gente, aprovechándose del hambre, de la pobreza y del enojo que han dejado décadas de marginación por parte de las clases políticas.

Hablo, por supuesto, de esta ola racista, discriminatoria, añorante de las dictaduras (e incluso del fascismo) que recorre nuestro continente. El ejemplo más cercano es, por supuesto, nuestro multicitado Donald Trump, modelo insigne de la política del vacío. El presidente estadounidense es uno de los mejores representantes de esta nueva ola de ignorancia que pretende gobernar el mundo. No sabe ni siquiera que Colorado, estado que se encuentra dentro de su país, no está en la frontera con México, y ya quiere instalar ahí su tan famoso muro. Con toda su ignorancia a cuestas, Trump ha conseguido adquirir un emporio de proporciones gigantescas que le sirvió como trampolín para su campaña presidencial.

Con su dinero puede comprar todo —al parecer—, pero no ha podido comprar ni una buena educación ni la humildad necesaria para hacer caso a todos los asesores que intentan evitar que cause más daño a los Estados Unidos, que tuitee barbaridades y que se meta en problemas con los gobiernos extranjeros un día sí y al otro también.

La táctica de Trump es muy clara: habla a la gente más pobre, finge que es uno más de ellos, actúa como si fuera a resolver sus problemas, apela a su enojo y enciende el odio que hay en ellos (que podría haber en realidad en cualquier otra persona). La clave de su éxito es muy simple: les promete que las cosas van a cambiar radicalmente, pero no supone una verdadera amenaza para el sistema. No se mete con los grandes empresarios ni con las clases dominantes que oprimen a las más pobres, sino que echa la culpa a otros oprimidos: a los migrantes.

De lo que se aprovecha es del desconocimiento de la gente. Él conoce el sistema, es uno de sus operadores más grandes, tiene muy claro cuáles son las raíces de la explotación y miseria que padecen los estadounidenses pobres. Aun así, decide optar por un discurso falso, por un discurso de odio. La gente —enojada, sin más fuentes de información que Fox News, abrumada por producir los escasos recursos que la sostienen— prácticamente se ve obligada a creerle.

En Brasil pasó lo mismo. Bolsonaro llegó como consecuencia del odio: de la misoginia, del racismo, de todas las formas de discriminación. Pero llegó también por el hambre, porque el pueblo se hartó de una clase política que, aunque vinculada con la izquierda, no consiguió remediar a los más necesitados. Y él, simplemente —con su ignorancia a cuestas y el descaro con que la exhibe—, se aprovechó del malestar social que existía. Por supuesto que entre sus seguidores hay ultraderechistas sin remedio, personas que de verdad añoran la represión y las dictaduras, pero también hay gente que simplemente estaba harta y, desde su desconocimiento, no pudo ver una mejor opción.

Llamar víctimas del sistema a todas las personas que odian y llevan a cabo actos racistas y discriminatorios sería, por supuesto, una generalización forzada. En el odio de nuestros días están en juego muchas variables (no sólo sociológicas, sino también físicas y psíquicas). Hay personas que odian desde la más profunda maldad o enfermedad—sabiendo de los beneficios que conlleva la era del odio, al que debemos sumar también la envidia—, pero muchas otras odian desde la denegación de los derechos que el Estado estaba obligado a cumplirles, desde la falta de acceso a la educación y a la información, desde el hambre, desde el castigo del desempleo. Con esto (repito) no justifico los ataques, no justifico la violencia. Sólo digo que quizá este discurso debería ser contraatacado desde otra perspectiva: no desde la agresión, no desde la descalificación, sino desde las campañas informativas, desde las políticas educativas. Quizá, de esa manera, podamos empezar a sanar de verdad nuestras sociedades, tan divididas, tan escindidas, completamente indiferentes entre sí.

Manchamanteles

El martes 22 de octubre de 2019, el actor mexicano Héctor Bonilla recibió, de parte de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, el nombramiento de Patrimonio Cultural Vivo. A la ceremonia, que se celebró en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, asistieron personalidades como José Alfonso Suárez del Real —secretario de Cultura de la Ciudad de México y responsable de entregar el reconocimiento—, Consuelo Sánchez, Bertha Luján y Lilia Rossbach —quienes fueron compañeras de Bonilla en la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México. También estuvieron presentes Sofía Álvarez, su esposa, y sus hijos Sergio y Fernando. El conductor de la ceremonia fue el actor Damián Alcázar, quien llamó a Bonilla “padrino artístico, maestro y amigo”. Héctor Bonilla ha actuado en 440 obras de teatro, 35 telenovelas y 32 películas. Ha ganado el Ariel al mejor actor en dos ocasiones —en 1975, por Meridiano cien, y en 1991, por Rojo amanecer—, así como el Ariel de Oro por su trayectoria. Sobra decir que siempre se ha distinguido por ser un artista comprometido y preocupado por las causas sociales. ¡Enhorabuena!

Narciso el Obsceno

Dice Pascal Quingnard que el odio es tan posible como el amor, pero admite que no puede “identificarse con una metamorfosis donde el autor se adelanta al narrador, donde la arrogancia, la ironía, la tesis, la suficiencia, el narcicismo ocupan el frente del escenario”. Revelemos que el narcisismo es un enigma entre el amor y el odio, esfera en las que estas dos fuerzas conviven y circulan. Para re/construir con el cineasta francés François Truffaut en la frase final deLa femme d’à côté (1981) (La mujer de al lado): “Ni contigo ni sin ti …”

 

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