viernes 03 mayo, 2024
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«EL RELATO» Botón de pánico

 

Se tomó la selfie frente a la casa de los presuntos infractores y escribió en el chat del grupo: “Verificación. Favor de mantenerse atentos”. Tocó el timbre con insistencia hasta que una mujer, visiblemente atareada, le abrió con la escoba en la mano.

—Buenos días. Soy su vecina, Sandra. Veo que se está mudando. Bienvenida, pero ¿no cree que son demasiados escritorios para una casa-habitación? —y subrayó la última palabra.

La nueva inquilina se sorprendió, no atinó a responder a la intromisión.

—Sólo quiero que tenga muy claro que esta colonia es residencial, no aceptamos oficinas—dijo con una sonrisa acartonada que quería ser amigable.

—¿Me está espiando?

—De ninguna manera. Nos preocupamos por el bienestar de todos. Es que no me explico ¿quién puede tener tantos escritorios? —y soltó una risita incrédula.

—Nosotros—respondió la recién llegada y sin más, cerró la puerta.

“Vecinos, alerta. Respuestas evasivas”, escribió Sandra en el chat y sonrió al recibir pulgares hacia arriba. 

Apuró el paso hacia su casa, abrió y cerró las tres chapas de seguridad que recién instaló. Respiró aliviada. Estaba a salvo. Entró a la cocina y se preparó un té. Los nuevos inquilinos la ponían de nervios. Ya no era posible saber quién era una persona decente y quién no. Se sentó a la mesa del desayunador y cerró las cortinas, ¿qué tal que alguien la espiaba?

Qué cansancio. Desde que se propuso encabezar la comisión de seguridad en la colonia, no había tregua. En cada esquina acechaba el peligro. Ah, pero qué ingrata era la misión. Algunos vecinos la tacharon de “exagerada”, “paranoica”. Sí, confundió a un albañil de la construcción de Lupita con un delincuente. ¿A quién se le ocurre tumbarse en las jardineras con la mirada perdida? Eso era sospechoso, aunque le reclamaran. Y la que se armó cuando denunció el carro destartalado frente a la casa de Irasema. ¿Quién podía conducir eso? Sólo un pandillero. Pero no, resultó ser la sobrina. En fin, por más que la criticaran, ella haría el trabajo sucio.

Se quedó unos segundos en silencio y se asustó. Un temblor desde el interior empezó a emerger, preámbulo del desfile de los malditos recuerdos. 

—¿Otra vez en la ventana?—preguntó hastiado su exmarido.

—Estoy vigilando—contestó airada. 

—Ya ni siquiera salimos porque te la pasas ahí o enviando mensajes esquizofrénicos—le reclamó en un tono más suave e intentó besar su hombro.

—¡Quítate! —se lo sacudió como a un mosco. 

No, no. Movió las manos para espantar las imágenes y con furia se secó la lágrima que se atrevió a rodar por la mejilla. 

—Vero, ¿Nos tomamos un cafecito? —preguntó exagerando la sonrisa acartonada, aunque la vecina no pudiera verla al otro lado de la línea.

—No puedo, tengo visitas. Después te busco, ¿sale? —mintió. No quiso escuchar la letanía de restricciones contra perros que ladraban mucho, repartidores en moto y muchachas de servicio sin uniforme, presuntos secuestradores. 

Sandra colgó, decepcionada. A ella no la visitaban. Ni su hija, quien de hecho prefirió mudarse a otra ciudad y se llevó a los nietos. “Mamá, no los dejas salir ni a la esquina”. Era por su bien. ¿Qué no veía las noticias? 

No, no. No llorar. Se puso a hacer un mapa con los focos rojos de la colonia. No pudo evitar que las lágrimas le estropearan el dibujo. 

Se reanimó cuando vio a Edmundo, recién despertando a las seis de la tarde. Pobrecito. Arregló las goteras, hizo las compras y era tan listo que ya se hacía cargo de los cobros. ¿Quién hubiera dicho que esa noche en el bar de la esquina, un lugar a todo lujo en el que no entraba cualquier mequetrefe, encontraría la cura para el alma? Era un muchacho muy educado, galán, mucho más joven que ella, pero eso ¿qué importaba? 

“Ay, qué traviesa eres, Sandrita”, se dijo a sí misma, cuando ya pasada de copas, coqueteó con él y le confesó la gran responsabilidad al frente de la comisión y él, tan atento, se ofreció a protegerla y así, abrazándola con suavidad, la acompañó a su casa. Se quedó a dormir para que ella se sintiera segura. Desde entonces no se había ido. ¡Qué suerte!

—Buenos días—saludó sensual el muchacho, pasando la mano por la cintura.

Sandra se estremeció. Le contó el evento con la nueva inquilina. Él la escucho entre bostezo y bostezo. Temió aburrirlo y sacó de su bolso un llavero de campana, “para que veas que sí te quiero”.

—Qué alegría me das—sonrió y deslizó la mano bajo la falda. Sandra echó la cabeza hacia atrás. Lo sintió hurgando hasta tocar justo ese botón en el que se dejó ir, extasiada, dejando a la vista su largo y arrugado cuello. Él retiró la mano y se fue a bañar—El placer puede esperar. Hay que poner orden en esta colonia.

Ella asumió con estoicismo la decisión. Respiró profundo y se concentró con alegría en terminar su mapa. Primero el deber. Sí, señor. La gente dependía de su labor para estar tranquila. Por eso no comentó con nadie su nuevo romance, para no exhibir su felicidad en medio de tanta tragedia.

Envió el mapa a los vecinos. Cada vez respondían menos. Apáticos. Mandó reportes y oficios sobre su vigilancia matutina. “Sandrita, los celulares se saturan con tanto mensaje”, respondió uno. Qué infeliz. Profundamente ofendida, les dio una lección. Tendrían que rogarle para que respondiera.

En los siguientes días, los vecinos enviaron mensajes sobre árboles caídos por la tormenta, coches estorbando entradas de estacionamientos. Silencio.

Vero fue a buscarla. Nadie abrió. Percibió un olor a podrido. Llegó la policía. Los familiares declararon no tener copia de las llaves de ninguna de las decenas de chapas que la señora instaló en puertas y ventanas. Encontraron su cuerpo acuchillado en la cocina, sobre el mapa ahora ensangrentado y un nuevo oficio que no alcanzó a enviar, en el que solicitaba la instalación de botones de pánico.

 

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