Para y por los padres que luchan para
que sus hijos enfermos tengan acceso
a las medicinas que necesitan.
La necesidad de adjetivar supone el escribidor (supone, sí, porque este es un texto de opinión, no de información, nomás para que queden claros los términos o, dicho de otra manera, le midan el agua a los camotes) es consustancial al genero humano.
Los hombres tienen la necesidad de presumir o de menospreciar, de engrandecer o de empequeñecer, de enaltecer o humillar. Para eso sirven los adjetivos, aquellos calificativos, cuantitativos, demostrativos… Los sustantivos no bastan. Que quede claro que no todos son iguales o en el peor de los casos que hay unos iguales más iguales que los otro. Faltaba más.
Más que gramatical o semántico, adjetivar es un problema machista: demostrar (es un decir jactancioso) quién es el que puede más. Desde siempre, desde que el hombre es hombre o quizás desde antes…
Sencillo: los adjetivo son necesarios (si no existieran, diría Perogrullo) para decir que mi azul es más azul que el de los demás; y los demás lo necesitan para decir que su azul es diferente.
Por eso las palabras, los discursos de los políticos están llenos de adjetivos; es decir, no de sustancia (sustantivos) sino de paja, de retórica (adjetivos). Los políticos saben muy bien que los votantes (no necesariamente los ciudadanos) quieren, necesitan oír adjetivos, entre más estruendosos mejor. Por ejemplo, hoy en México es más o menos suficiente llamar a alguien corrupto –o fifí, neoliberal, conservador, miembro de la mafia del poder, chayotero, vendido, o algo así-– para que el aludido sea descalificado por una jauría que dice representar a la “mayoría” del “pueblo bueno” mexicano.
Los adjetivos siempre califican y, necesariamente, descalifican. Si los imponemos nosotros, buscamos que nos hagan superiores; si nos los imponen, intentan que seamos inferiores. El cantautor Alberto Cortez, decir que fue argentino puede ser apreciativo o despreciativo, según quien lo oiga, cantaba: “Las verdades ofenden si las dicen los demás/ las mentiras se venden, cuando compran los demás/ somos jueces mezquinos del valor de los demás/ pero no permitimos que nos juzguen los demás”.
Esa es la función de los adjetivos.
Peor aún, intentan definir: los senos de la mulata de “El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez son, y así eran, “atónitos”. No son unos senos cualquiera ni imperfectos ni tampoco perfectos, son atónitos. Lo, descubrió don Julio Scherer García. Y así serán esos senos para quienes hemos leído al Nobel de Aracataca, nada más. De ese tamaño son los adjetivos, aunque en ese caso estén plenamente justificados, porque aquellos senos son y serán siempre atónitos.
Hoy México, el país entero, vive un mundo de los adjetivos, pero no los demostrativos como aquel que demuestra aquellos senos maravillosos. El país vive un mundo de adjetivos calificativos, cuya función es descalificar. Tiene su principal tribuna en el atril mañanero de la Presidencia de la República.
Los tiempos que corren permiten la utilización de cualquier calificativo que levante a la tribuna, a favor o en contra. Se puede anunciar que se escribirá un libro sobre economía “moral” o se podrá calificar de “corrupción” a todo el que se oponga a la “transformación (en esta columna, sólo en esta columna, ni cuarta ni tampoco de cuarta).
No hay diálogo, no hay argumentos, no hay discusión, no hay debate. Vamos, ni siquiera disputa por la nación, como en los tiempos de neoliberalismo, según dicen.
Sólo hay descalificación. De una parte y de la otra, también. Es una versión más o menos moderna, por aquello de las “benditas” redes sociales, de la recomendación aquella de que no había necesidad de discutir nada, sino todo podría resolverse a golpes, “madrazos”, decía la versión original. (Claro, si usted opta por este mecanismo y queda del lado de los perdedores podrá quejarse de represión; si queda del otro lado será parte del desfile de la victoria).
Si los adjetivos fallan, queda un camino muy sencillo: se afirma tener otros datos, aunque nunca se muestren. El asunto es avasallar, esclavizar, dominar, sojuzgar… sin tener la razón, si la hubiera o cuando menos hacer el intento de mostrarla.
Por eso siempre es mejor vivir la vida al compás de las canciones o de alguna, como la de Alberto Cortez, citada arriba:
(…) “donde estemos nosotros… que se jodan los demás”.
Por supuesto, aquí en nuestra circunstancia, eso sólo se puede decir desde el poder, el absoluto.
Así el país.
Nos hacen falta los sustantivos.