El pueblo mexicano tiene un aprecio muy grande por la limpieza. Cada vez que hay una celebración la gente se baña y se acicala y deja los espacios pulcros. El ritual de la escoba es fundamental: con ella se barren las impurezas acumuladas sobre la madre tierra, no solo para la comodidad de los convidados, sino a la espera de la llegada de las bendiciones del poder divino.
La diligencia de la barrida es una estampa entrañable de nuestras colonias que ocurre a tempranas horas del día. Se barre “la calle”, el trozo de banqueta de la fachada de las casas, aunque sean de tierra. Se barren los pasillos de los edificios, de las plazas públicas, los salones de fiesta, las tumbas de los panteones, las casas… entre pasada y pasada se acaricia la faz del mundo esperando que algo bueno suceda en retribución a ese cuidado.
¿Qué esperaban los antiguos nahuas después de repasar el suelo con la escobilla de zacate amarrado? El descenso de una gracia del cielo. Así lo hacen ver en el mito del embarazo de Coatlicue, diosa de la tierra, nuestra madre. Pues barriendo el templo se detuvo al ver caer del cielo una bola de plumas blancas que ella recibió en su seno y quedó encinta del pequeño guerrero Huitzilopochtli.
La exaltación del calor a partir del primer equinoccio ocasiona chubascos súbitos que humedecen los campos y propician la germinación de las semillas depositadas por los campesinos en los surcos de la tierra labrada. Así que para ellos esta era la veintena de la gran punzada. Pues el calor hería el cielo de agua y de la llaga brotaba esa agua benigna para la simiente.
Y para recibir esta primera lluvia fundamental se debía de barrer. Y purificar a las mujeres recién paridas, para mantenerlas dignas de seguir engendrando vida. En los templos de los barrios y las casas se ofrecían en sacrificio codornices, guajolotes, tortillas, tamales y mantas de algodón. Los tamales eran dulces y se elaboraban con maíz y amaranto tostados y molidos a los que apenas le agregaban miel.
Las mujeres se empoderaban a través de su maternidad y se desempeñaban a partir del momento de parir como el pilar de las jerarquías sociales a través de las reglas de educación que enseñaban en el hogar a sus vástagos. Pues además de los rituales de purificación y ofrenda que ellas recibían y también ejecutaban, les correspondía iniciar a sus hijos en las duras prácticas del autosacrificio. Así que con una punta de maguey sangraban las orejas de los pequeños y en el caso de los varones también su miembro. Entre estos ritos de paso estaba la circuncisión. Los adolescentes formaban escuadrones para ir a las milpas para arrancar algunas matas de maíz para ofrendarlas en los templos del dios de la lluvia, como el sacrificio del dios del maíz en honor al poderoso Tlaloc que se encargará tiempo después de colmarlo con lluvias en abundancia o amenazarlo con el granizo. Así que tocaban las flautas y cantaban por los campos para que el joven dios del maíz resistiera el embate del hielo si este aparecía por voluntad de Tlaloc.
Y de entre todas las muchachas de la gran México Tenochtitlan se escogía una para representar la fuerza femenina del agua dúctil que brota de los manantiales y fluye por los apantles de riego de las milpas más fértiles y que también mantenía la humedad de las chinampas erguidas sobre la laguna del Valle de México. Vestida con su huipil de blanco impoluto y bordado con hilos de color carmín, ella caminaba a la vista de todos, asomando sus delicados pies que apenas rozaban la tierra. Y en su espalda baja se asomaba su hermoso talle de nalgas redondas y firmes que moldeaban la manta lisa que la cubría. Con el pelo recogido sobre la coronilla a la usanza tradicional, se veía su rostro luminoso con dos hermosos ojos negros y tristes que reflejaban el miedo al destino que le estaba impuesto. Y con reverencia se entregaba al sonido de la música que cundía a su alrededor de hombres y muchachos cantando y tocando flautas y teponaxtlis. Para entonces alzar la mirada y presumir su largo cuello que sería penetrado por el filo de la obsidiana hasta hacer brotar el borbotón de sangre y hacer fluir el hilo de sangre que iría regando la piedra, el suelo, la tierra y las aguas de la laguna hasta que el cuerpo fuera devorado en Pantitlán, ahí donde se arremolinan las aguas y confluyen los ríos en el oriente, la región de la caña que brota en el humedal.
Gracias a este sacrificio, el agua dúctil de las diosas brotaría para amamantar las matas de maíz.