sábado 04 mayo, 2024
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COLUMNAS GILDA MELGAR

«DOLCE ÁLTER EGO» Los sabores de “Macondo”

 

El amor es tan importante como la comida. Pero no alimenta.
Gabriel García Márquez

 

El 6 de marzo pasado, Netflix dio a conocer la adquisición de los derechos de Cien años de soledad, con el objeto filmar una serie adaptada bajo la producción de Rodrigo y Gonzalo García, hijos de Gabriel García Márquez, el autor de esa novela considerada la obra maestra de la literatura latinoamericana del siglo XX.

La noticia fue trending topic y no sólo por la historia del Premio Nobel, también porque la plataforma ha demostrado con creces que las historias en español se venden muy bien, tanto como para ganar los premios Oscar.

Ilusionada con la posibilidad de “ver” la locación y los personajes protagonistas de la novela que en mi adolescencia sólo pude imaginar a través de la lectura, ese día recordé la forma en que mi viaje a Cartagena de Indias –hace unos 5 años– me ayudó a comprender tanto las novelas del colombiano como los cuadros y esculturas de Botero y hasta los ritmos cadenciosos de Carlos Vives o Shakira.

Aún no se sabe cuál será la locación ni quiénes los actores que darán vida a la estirpe de Úrsula y José Arcadio, pero Netflix adelantó que gran parte de la serie será filmada en Colombia.

El pueblo ficticio de “Macondo” está inspirado en Aracataca, municipio donde nació García Márquez, en el departamento de Magdalena, en el caribe colombiano, que si bien es visitado por esa razón, carece de infraestructura turística, hecho que me hace inferir que el lugar natural e idóneo para la filmación de la serie sea Cartagena de Indias, la ciudad colonial y amurallada en la que convergen de forma exuberante las culturas indígena, afro y europea.

Declarada como “Patrimonio Histórico de la Humanidad” en 1984, Cartagena ofrece una experiencia de “sibarismo tropical” fundamentada en sus productos de origen, empezando por el café.

La historia de Cien años de soledad está tan llena de colores, olores y sabores del Caribe que, seguramente, éstos serán factores importantes a tomar en cuenta en la adaptación a la serie. Basta con recordar la huerta donde Úrsula cultivaba yuca, malanga, ñame y berenjenas, el café sin azúcar “estilo italiano” que bebía el Coronel Aureliano Buendía o los bocadillos de guayaba que vendían Rebeca y Amaranta para sufragar los gastos de la nueva casa cuando la bonanza alcanzó a los Buendía.

Mi mejor experiencia como comidista en Cartagena de Indias no fue con su comida salada, sino con las frutas exóticas y las bebidas que con ellas preparan, especialmente con la “Limonada de coco” y los batidos de maracuyá y uchuva.

Más allá de la belleza arquitectónica de la muralla y el Castillo de San Felipe, las puestas de sol o la vista de las casas coloridas con sus ventanales abiertos de par en par, para mí, una de las imágenes más impactantes de la ciudad fue la de las “Palenqueras”, las mujeres descendientes de los esclavos africanos y vendedoras de frutas que, ataviadas con vestidos largos y de colores vívidos, ofrecen mangos, papayas, piñas, aguacates y plátanos –por todas sus plazas– mientras, no sin antes cobrar su tarifa, sonríen y se encargan de recordar a los turistas la historia de esclavitud y piratas sobre la cual se fundó Cartagena en el siglo XVI.

De los platillos autóctonos, seguramente debido a mi origen centroamericano, disfruté muchísimo de los “Patacones pisados” y su múltiples “toppings”, así como del “Ajiaco”, la sopa densa y llena de carbohidratos, típica de la cocina criolla que mezcló el viejo y el nuevo continente en un solo plato. Mis “Buñuelos de Yuca” salvadoreños son un claro ejemplo de esa fusión de dos mundos que llegó para quedarse.

El recuerdo de las tardes de mi adolescencia en que devoré la novelas de García Márquez, los ocasos que disfruté en Cartagena tomada de la mano con mi persona favorita, y las series producidas por Rodrigo García que me han conmovido hasta el alma, como “The Affair”, me hacen “agua la boca” por disfrutar la saga de los Buendía a todo color.

Gracias a Netflix, ya tengo mariposas amarillas en el estómago y no dejo de pensar el olor de las guayabas que comimos a mordidas para celebrar nuestro amor, allá, en el país que le regaló al mundo a Don Gabo, aunque fuera también tan mexicano como el mole.

 

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