Las palabras pueden ser como los rayos X, si
se emplean adecuadamente: pasan a través
de todo.
Aldous Huxley
La herencia que ha dejado el estudio del lenguaje para la comprensión de lo humano se ciñe como uno de los canales de conocimiento más prolijos. En el acto psicoanalítico, la historia que narra el paciente no puede ser tomada como la “verdad”, si es que “ésta” existe en alguna parte, antes bien, exige interpretación y llama a la imborrable duda que es la existencia. El discurso debe ser entendido en varios niveles pues de lo contrario correríamos el riesgo de llamar verdad a una relativa parte de ella. El discurso, sin embargo, tiene tanto propiedades creativas como destructivas, no sólo a nivel individual, sino también en lo colectivo.
La intolerancia y el discurso de odio han prevalecido en nuestro país a través de los siglos. Los enfrentamientos verbalmente violentos entre sectores, que ni siquiera podrían llamarse racistas (en una sociedad que, como diría idílicamente José Vasconcelos, la raza cósmica) sorprenden por el daño que causan si se quiere alcanzar una sociedad más justa y libre. Lo mismo escuchamos agresiones hacia la gimnasta Alexa Moreno que a Yalitza Aparicio, quizá porque ambas nos representan más como sociedad que Salma Hayek o Gael García Bernal. Nos asusta lo cercano tan intrincadamente, que atacamos la xenofobia hasta que los centroamericanos de la caravana migrante tocan territorio mexicano; criticamos la falta de humanidad excepto cuando se trata de las víctimas que sucumbieron en la tragedia de Tlahuelilpan.
El lenguaje de la descalificación y el odio tiene su propia historia. Es lo mismo ataque que defensa, y en un entramado social tan diverso como el nuestro demuestra las resistencias mediante las que se ejerce el poder; de manera análoga a la famosa matanza de gatos narrada por historiador Robert Darnton. La ofensa es, en muchos sentidos, cultura política, salida ante los pocos o nulos caminos que por mucho tiempo se dejaron a la democracia. Pero, además, la violencia en el lenguaje refleja también la violencia física que yace en el eco caudaloso de nuestra historia.
En México, la violencia es una hebra más del tejido social; es la norma en las zonas del narcotráfico, los espacios más pobres y marginados. La violencia es una constante incluso al interior de la familia, donde la misoginia es una de sus más crudas manifestaciones. Vivimos en un país que ha normalizado la violencia. El discurso político es igual de violento, pues no hemos encontrado los caminos para dirimir las disputas mediante el diálogo y el acuerdo. La discusión se polariza sin posibilidades de acción, se critica toda medida tomada, pero se propone poco.
La intolerancia trae violencia siempre que no se cuenta con los métodos para convertirla en diálogo. Debemos admitir que una palabra violenta es tan peligrosa como un arma, pues tiene el potencial de destruir a una nación entera; excita las pasiones más oscuras; invita a la lucha; se cotiza con la propia vida. Encauzar la frustración y convertirla en violencia no sólo es antiético, sino también completamente antidemocrático: una democracia no puede estar condicionada por la amenaza del enfrentamiento violento. Los medios de comunicación tienen la responsabilidad de conducirse de manera crítica; no sólo en las causas empuñadas por la mayoría, sino aún y sobre todo en aquellas donde las disparidades son enormes.
La educación juega un papel fundamental, sobre todo aquella que inicia en el hogar. Aprender el poder del lenguaje—más allá de las disputas sobre el lenguaje inclusivo—es un camino para detener la violencia. No se trata de emprender cambios gramaticales, sino de analizar las consecuencias de la discriminación, la misoginia, la homofobia, el clasismo, el racismo. En una sociedad tan herida como la nuestra, debemos transformar el discurso de la descalificación por el de la inclusión, la tolerancia y el respeto. Pero hacerlo demanda abandonar los dogmatismos y aprender a hacer de la pluralidad y la diferencia e ir a la fiesta de lo humano que es finalmente el carnaval de la diversidad para aceptar de cuantiosas formas que vivimos diferentes, pero vivimos iguales.
Manchamanteles
Robert Darnton narra como mediante la matanza de los pobres gatos efectuada por los obreros de la imprenta de Jacques Vincent, los obreros demostraban el rechazo a los malos tratos de su patrón en la Francia de mediados del siglo XVIII. Es un retrato de la vida cotidiana donde los gatos guardaban una simbología asociada al sexo y a la brujería; eran considerados mal presagio y en buena medida asociados a las clases altas. Los obreros asesinaron con brutalidad a los gatos del barrio sin tentarse el corazón con la gata de la esposa de su patrón, sabiendo que la pareja adoraba a los felinos. El acto era una forma simbólica de ejercer el poder, que años más tarde en la realidad tendrían.
Narciso el obsceno
En el afrancesado México del XIX, Gutiérrez Nájera se imaginaba una belleza bien ajena a nuestras calles. Era su duquesita ágil, nerviosa, blanca, delgada, media de seda bien restirada, gola de encaje, corsé de crac, nariz pequeña, garbosa, cuca, y palpitantes sobre la nuca tenía sus rizos tan rubios como el coñac. Gutiérrez Nájera nos imponía un ideal por demás narcisista y distante: “Desde las puertas de la Sorpresa/hasta la esquina del Jockey Club/no hay española, yanqui o francesa, ni más bonita ni más traviesa/que la duquesa del duque Job.” ¿Mantendremos acaso el delirio de alcanzar el arquetipo de lo extraño?