“¿Estás listo para continuar?”, le preguntaba Alberto Aguilera en 2014 al personaje que él mismo había creado. Su alter ego, taciturno, contrario al que encendía los escenarios, respondía que sí, con cara de niño que se ha cansado de hacer berrinche y que está listo para retomar el juego. “Extraño los shows, extraño mi mariachi, a los músicos, a los coros, a los bailarines, extraño los aplausos, mi gente, esas noches”, se lamentaba Juan Gabriel, el icónico cantante y compositor, oriundo de Parácuaro, Michoacán. A cuatro años de emitida la entrevista que “el Divo de Juárez” se hiciera a sí mismo, el imaginario mexicano, tan basto como demandante, vuelve a pedirle al intérprete de Abrázame muy fuerte que se desdoble, se multiplique, viaje en el tiempo o haga lo que tenga que hacer para cumplir con el augurio que ha anunciado su regreso de la muerte.
Juan Gabriel, nacido Alberto Aguilera Valadez, abandonó este plano existencial el 28 de agosto de 2016. Elogiado en vida por figuras como Chavela Vargas y Carlos Monsiváis, y reconocido lo mismo con Premios Billboard que con la apertura del Palacio de Bellas Artes a sus presentaciones, el vacío que dejó en la cultura mexicana es inmenso. Su ausencia es tan escandalosa que el público se atreve a reclamarle a la propia muerte que lo traiga de vuelta. Fue así que, el pasado 9 de noviembre, se desató un rumor de proporciones bíblicas: el ex representante del “Divo de Juárez”, Joaquín Muñoz, declaró en entrevista para Telemundo que el cantante se encontraba con vida y que haría su reaparición triunfal el 15 de diciembre de este año. La versión no tardó en extenderse. Al poco rato Juan Gabriel era trending topic en Twitter. La realidad tomaba tintes absurdos y personajes como Cepillín eran utilizados como referencia para respaldar el rumor que aseguraba que Juanga volvería a este mundo tras encontrarse refugiado en las Bahamas.
La historia de amor entre México y Juan Gabriel está llena de contradicciones: “Yo no nací para amar”. En el país en el que la figura del hombre perfecto fue hecha a imagen y semejanza de Pedro Infante, la admiración al adolescente delicado crecido en Ciudad Juárez parecería no tener lugar. El férreo machismo del país, aún más inamovible en los setenta que ahora, daba poco lugar a la diversidad de las expresiones de género y mucho más tratándose de un hombre. Aun así, con todo y prejuicios, Juanga logró conquistar la fama. A golpe de canciones dolorosas, a veces alegres, a veces desgarradoras, el cantante consiguió ganarse el corazón de los tíos borrachos más machistas de las fiestas, de las quinceañeras, de sus madres anticuadas y de los abuelos añorantes de la revolución. Juanga se ganó “el perdón” de una sociedad tradicional, no sin pagar el precio de la burla y el ojo vigilante. En palabras de Carlos Monsiváis, “la prensa informa del fenómeno de letras reiterativas y pegajosas y melodías prensiles, y reconoce un filón: el compositor más famoso de México es un joven amanerado a quien se le atribuyen indecibles escándalos, y a cuya fama coadyuvan poderosamente chistes y mofas”.
La sociedad mexicana quiere a Juan Gabriel porque le recuerda que, frente a la opresión y los barrotes, el ideal humano más importante sigue siendo la libertad. La libertad en el arte, la libertad en la vida, la libertad de ser quien se te dé la regalada gana, aunque las señoras bien se escandalicen y los revolucionarios trasnochados den de tiros en el cielo. Juanga es tan libre, dice hoy el imaginario, que puede si quiere regresar de la muerte. “Te admiro, me caes bien”, le decía Alberto Aguilera a su alter ego en la autoentrevista de 2014. “¿Te preocupe? ¿Te asuste?”, se disculpaba Juanga antes de efectuar uno de sus múltiples retornos. Lo cierto es que íconos tan grandes nunca se van de veras o, si lo hacen, nunca deja de volver.
Manchamanteles Hace unos días, murió en París el artista mexicano Francisco Maza, en compañía de su esposa Marie Claude y su hija María Isabel. Nacido en Tampico, Tamaulipas, y avecindado en Cuernavaca, la Ciudad de la eterna primavera, Maza inició su trayecto como artista arriba de los cincuenta años. Un ejemplo de voluntad y de libertad. Su obra lo hace universal y contemporáneo a todos los hombres. Descanse en paz.
Narciso el obsceno En su libro La Sociedad de la Transparencia, Byung-Chul Han asegura que el depresivo de la sociedad actual no es ni más ni menos que un enfermo de narcisismo. Menudo problema en el que estamos metidos en una época en donde la depresión social está más que viva y cada vez más atrapada por la imposibilidad de comunicarse. El narcisismo nos devora con sinuosa vehemencia.