jueves 21 noviembre, 2024
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BÁRBARA LEJTIK BLOGS

«CEREBRO 40»: ¿Somos o nos hacemos?

 

Un día eres joven y al otro tejer se vuelve tu entretenimiento principal.

En mi caso no fue así, siempre me ha gustado tejer y bordar, por eso no siento que sea un síntoma más de la edad, sino una clara señal de que siempre he sido una Doñita prematura.

Está semana se me enredó el estambre, llegó un momento que el nudo era más grande que la propia madeja, suficiente para que cualquier persona sensata, no yo, le cortara ahí, tirara la odiosa bola de hilos y comprara una madeja nueva. Mi inconsciente decisión de desenredar el embrollo me explica ahora muchas cosas de mi vida. Tres noches me llevó desenredar el embrollo, en jornadas de tres horas diarias fui liberando centímetro a centímetro mi preciado estambre, haciendo caminitos por toda la casa para que no se volviera a enredar y con de verdad muchísima paciencia llegué a la entraña misma del problema, finalmente anoche lo logré, sin cortar ni una sola vez la hebra desenredé más o menos unos 100 metros o más de hermoso estambre de lana color palo de rosa, ¿el resultado?

Liberador, una terapia que no busqué y que resultó excelente.

Mi tibetana meditación me permitió reflexionar sobre un montón de asuntos, el tema de la semana, tanto en noticieros como en redes sociales, todos comentamos ahora sobre si en realidad la Caravana Migrante representa un peligro para nuestro país o no, es más que un pretexto de nuestra pereza mental para justificar los sentimientos racistas escondidos en lo más profundo de nuestro inconsciente. Si es suficiente con ver un video en las redes sociales sobre una mujer quejándose de los platos con frijoles que les dieron y enseñando a la gente algunos metros con basura para que nos hagamos un criterio, decidamos y acusemos de abusivos y no merecedores de nuestra generosa compasión a los centroamericanos que vienen caminando, huyendo de la peor de las realidades, dirigiéndose a donde saben serán recibidos con desprecio, odio y armas, pero conscientes de que no tienen otra opción, morir en el intento o resignarse a morir sin intentarlo, es lo único que les queda.

Nos indignamos y les negamos ayuda argumentando que nosotros también tenemos necesidades, como si tuviéramos la más mínima idea de lo que es vivir en pobreza extrema y sin poder salir ni siquiera a la calle por miedo de ser asesinados, agregamos también que primero debemos ver por los pobres de nuestro país, cómo si en realidad hiciéramos algo por ayudar a los gremios indígenas y suburbanos que no vemos ni queremos ver. Pero eso sí, que no sea un extraño, un extranjero al que se ofrece ayuda porque pareciera que no durmieron en el estacionamiento de un estadio sino en nuestra propia recámara, tal vez lo que quisiéramos sería verlos más humildes, más abnegados, agachando la cabeza para validar nuestra necesidad de sentirnos superiores.

Molestos por la basura que quedó en las calles y que no recogimos nosotros, esperamos con los brazos abiertos a los Spring Breakers gringos que sí vienen a hacer en nuestras playas lo que no harían ni en el sótano más escondido de su país, aplaudimos que ensucien, destruyan y lleven a cabo las peores faltas de respeto y mínima urbanidad en nuestro territorio, ahora si muy abierto y generoso con el visitante, porque no importa, son gringos y traen dólares, al contrario de los hondureños y sudamericanos que lo único que tienen es una mano delante y otra detrás, que avanzan con la cara en alto, que nunca regresarán y que tal vez ni siquiera vivan cuando lleguen a la frontera.

Así somos, racistas, clasistas, tal vez ni siquiera sea nuestra culpa, es la misma historia de la humanidad. Desde que logramos erguirnos y medio comunicarnos hemos querido decidir quién merece y quién no, quién es digno y quién no pertenece a la supremacía, al grupo de los elegidos, de los similares a Dios, a un Dios que suponemos blanco, al que le otorgamos la responsabilidad de hacernos diferentes para no confundirnos ni mezclarnos.

Nada le ha hecho más daño a la llamada humanidad que el propio odio racial, ningún terremoto ni huracán, ni contingencia natural a exterminado tantas vidas como el racismo, el racismo disfrazado de moralidad, de religión, de ideología, de supremacía étnica.

Pasan los siglos, llegamos a la luna, desciframos los enigmas de la ciencia, pero no somos capaces de reconocer ni por un momento que tal vez todos seamos iguales y tengamos los mismos derechos.

Vivimos justificándonos, empatizando con líderes que le dan nombre y razón a nuestro irracional odio y así nos sentimos en paz señalando con el dedo a quien no consideramos digno de de ser llamado prójimo.

Mi nudo se desenredó, pero el que tengo en la cabeza seguirá ahí toda la vida, tal vez si convendría más cortar el hilo y empezar de cero otra vez.

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