martes 14 mayo, 2024
Mujer es Más –
COLUMNAS GILDA MELGAR

«DOLCE ÁLTER EGO»: Montmartre, el barrio de Toulouse y Amélie

 

 Bohemia de París alegre, loca y gris de un tiempo ya pasado 
en donde en un desván con traje de can-can posabas para mí
y yo con devoción pintaba con pasión tu cuerpo fatigado 
hasta el amanecer a veces sin comer y siempre sin dormir.
La bohemia, la bohemia 
era el amor felicidad. 
La bohemia, la bohemia 
era una flor de nuestra edad.

 

Después de cursar una asignatura sobre arte del siglo XIX el último año de la universidad, me obsesioné con el Impresionismo y el Postimpresionismo. Los carteles de Henri de Toulouse-Lautrec ejercían sobre mí una gran fascinación y curiosidad por la belle époque. La fiesta parisina representada en su obra a través de imágenes de cabaret, música, sensualidad y placeres de la mesa me hacía soñar con otros mundos, no sólo en el ámbito geográfico, sino también respecto del hedonismo que en aquella época afloraba en mí.

Ahora sé que los impresionistas y postimpresionistas fueron una verdadera revelación en mi juventud debido a que la “bohemia” que conocía entonces, se limitaba al placer de la literatura y la música.

Por eso, las ilustraciones de Lautrec sobre la vida nocturna en Montmartre y sus cafés concierto, teatros y bailarinas del can-can, llamaban poderosamente mi atención sobre un estilo de vida desconocido y secretamente anhelado.

Más tarde, y gracias a películas memorables que transcurren en los alrededores de Montmartre,  como Moulin Rouge (1952), French Kiss (1995), Amélie (2001) y Midnigth in Paris (2011), el barrio de Toulouse Lautrec me fue pareciendo cada vez más familiar hasta que, el verano pasado, por fin pude pisar sus calles y rendirme ante su encanto, aunque fuera en compañía de cientos de turistas de todo el mundo.

Pasear por el barrio de ensueño al que el recién fallecido Charles Aznavour le dedicó su éxito de los años 60, titulado “La Boheme”, donde alguna vez residieron Picasso, Edith Piaf, Jean Marais o Boris Vian, me entusiasmó tanto que logré subir las escaleras al mirador de la Basílica del Sagrado Corazón casi de un tirón.

Pararme en el mismo sitio donde la protagonista de Amélie imagina el número de orgasmos simultáneos de sus vecinos y comprar fruta en un puesto callejero o tomar café al estilo del Deux Moulins cerca de la plaza del Tertre en la que –quizás– Henri pintó sus famosos carteles del Chat Noir y el champán Ruinart, fue un sueño hecho realidad.

Y si bien la boheme de Montmartre no existe más –tal como reza la canción de Aznavour–, sus tiendas, boutiques, restaurantes, puestos y estaciones del metro aledañas nos ofrecen un lado del París contemporáneo vibrante y diverso que hay que experimentar.

Después de subir al Sagrado Corazón y recorrer las tiendas de souvenirs, panaderías y bombonerías “de cajón” como Maxim’s donde compramos una caja de macarons y un delantal súper cliché con bombones en tonos pastel, mis amigos y yo nos premiamos con una cena de cocina tradicional francesa en el café L’artiste, sobre la Rue Gabrielle, un pequeño restaurante con mucho encanto y servicio cálido.

Pedimos un menú completo con entrada, plato principal y postre a un precio muy accesible, tratándose de París.

Lo mejor de la noche fueron la sopa de cebolla, el salmón a la parrilla con ejotes salteados, el clásico Boeuf Bourguignon con sus papas cocidas y nuestras copas de Bordeaux chocando por la felicidad de un sueño cumplido gracias a Toulouse-Lautrec y mi dolcealterego.

 

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