Paco estaba feliz. Correteaba junto con sus amigos por el jardín, entre globos, juegos mecánicos y las mesas en las que se reunían los invitados para festejar su cumpleaños número cinco.
Su madre, Ángela, organizó la fiesta con mucho cuidado. Ella misma preparó el menú, hizo las compras de dulces y piñatas y contrató a un mago y un payaso para entretener a los niños. De los adultos se encargaría su todavía marido, Fernando; eran su especialidad, principalmente las adultas.
No había empezado la fiesta y Ángela ya estaba cansada. Juanita la mandó a arreglarse. “A ver mi güerita, usted ya póngase guapa que yo me encargo de todo”. ¿Qué haría sin ella? Más que ayudarla en la limpieza, Juana era casi una madre, sabia y oportuna: tenía el té listo después de las crisis nerviosas; ya había diluido en agua la pastilla para dormir después de tres días de insomnio; recogía a Paco cuando a ella se le hacía tarde.
Obedeció. Se maquilló con calma tratando de suavizar las arrugas alrededor de los ojos y difuminar las ojeras. No era tan vieja pero ya se sentía una anciana. No sabía explicarse el cambio en tan solo siete años. Estuvo a punto de llorar ante su reflejo, pero la voz de Paco la interrumpió:
-¡Mamá! ¡Ya llegaron los invitados!- le anunció el niño mientras corría escaleras abajo, lleno de emoción, con su disfraz de Superman, con la capa roja volando en cada corretiza.
Ángela se puso en pie, respiró profundo y salió a recibir, al lado de su marido, a cada uno de los invitados, hasta que llegó Karina, la comadre. Entonces “Fer”, como le llamó la recién llegada, se ofreció personalmente para servirle un “drink”.
-Una cuba bien cargada, ¿verdad, comadre?-dijo el anfitrión extendiéndole el brazo.
-Tú siempre sabes lo que quiero-respondió la morena, sonriente, guiñándole un ojo y alejándose con él hacia la barra.
Ángela y Juana los miraron, se miraron entre ellas, se sonrieron con un dejo de aburrimiento y comenzaron el ir y venir de bocadillos y atenciones.
-¡El mago!-gritó Paco, y los niños se arrebataron las sillas para poder estar frente a él.
-A ver, los papás del festejado que pasen al frente.
Ángela, que estaba a un lado de su hijo, no tardó más que cinco segundos en atender el llamado, pero Fernando estaba distraído, a las carcajadas con la comadre. Ni cuenta se dio de que lo esperaban hasta que sintió las miradas de los asistentes.
-Perdón, perdón-dijo con restos de risas y el cachete pintado de rojo, abriéndose paso hacia el escenario improvisado.
Mientras el mago descubría pétalos entre los rizos de Ángela, “Kari” se inclinaba hacia su hijo sin propósito alguno más que para dejar salir del escote, como si fuera la chistera, sus grandes pechos. Fernando aplaudió con enjundia, “¡bravo!”. Su mujer, con las manos temblando, se consoló con el ramo de flores que el mago le regaló al final del truco.
Ahí no pararon las sorpresas: conejos, besuqueos furtivos, engaños, pañuelos de colores que esconden tristezas.
El payaso llegó tan pronto como el mago se fue. Los niños rompieron en sonoras carcajadas cuando el globo que inflaba le estalló en la nariz. Ángela también sintió la nariz roja cuando ya no le cupo duda de quién era la amante de su marido; ese fantasma que habitaba entre ellos desde hacía tanto tiempo y que ahora cobraba presencia física, justo a un lado de ella, riendo también como una niña, pero por las muecas que le hacía el otro payaso, padre del festejado, desde la barra.
Ya entrada la noche, los niños empezaron a caer dormidos sobre las sillas alquiladas, borrachos de tantas aventuras, como sus padres, también ebrios, tambaleantes a un lado de la barra.
La mayoría de los invitados se fue antes de la medianoche. Otros se quedaron ahí, recostados en los sillones. Juanita y Ángela empezaron a recoger el tiradero al ritmo de los ronquidos, bostezos, jadeos y gemidos que se escuchaban no tan lejos. Se miraban a veces en silencio, cuando los hasta entonces reprimidos gritos, estallaron.
Se quedaron ahí, ante un café humeante que Juana preparó, ya sin zapatos, el peinado deshecho, a punto de amanecer.
-Ándale, güerita, ya vete a descansar-, sugirió la muchacha en un susurro mientras Ángela encendía un cigarro, de pie, bajo el dintel de la puerta, mirando el jardín pisoteado.
–Ya, úchale de aquí- insistió su apoyo incondicional, ya con lágrimas en los ojos negros y buenos.
-¿Cómo que se fue?-preguntó furioso Fernando un poco después, cuando, de la mano de Kari, bajó las escaleras para buscar algo de comer.
Juana se quedó mirando a la comadre que, en lugar de su vestido, llevaba puesta la camisa del “señor”.
-¿Que dijo o qué?-quiso saber Kari, fingiendo sorpresa.
-Pos que ya estaba harta de sus porquerías.
-Nada más eso me faltaba-dijo Fernando, meneando la cabeza-que saliera con sus payasadas.