Cuando los guerreros del mexica se distinguían en la guerra por su valor, por su entrega a las fuerzas cósmicas que mantenían vivo el orden y el tiempo, se les reconocía en ceremonias públicas en las que se les premiaba con las insignias del águila y el jaguar que portaban con orgullo colgando de su cabeza. El honor dentro del mundo nahua era un valor social que premiaba al individuo que protegía y enaltecía a la colectividad.
Con el paso de los años y de los siglos ese valor permaneció soterrado en nuestro inconsciente colectivo, pues la dominación española trajo una idea diferente del honor, cargado casi siempre al pasado familiar de los individuos y lo que llamaron “pureza de sangre”, la que no tenía ancestros mezclados de otra confesión religiosa que no fuera la cristiana. Eso desde luego, fue un sin sentido en la Nueva España y sin embargo pervivió durante siglos en el ánimo de criollos y peninsulares hasta la Independencia.
Durante el primer siglo de vida nacional, en México las condecoraciones volvieron al ámbito militar. Pero después de la Revolución los gobiernos y la sociedad civil crearon nuevos reconocimientos para premiar la excepción que beneficia lo común. Esta tradición política y cultural de Estado se remonta sin duda a la República francesa, pues en sus distintas etapas logró consolidar los valores civiles de la sociedad moderna, y sirvió de inspiración a muchos países, entre ellos el nuestro. Que en su tradición diplomática ha sido anfitrión de varios presidentes de Francia que nos han visitado.
Francois Mitterrand, el primer presidente francés surgido de la izquierda, visitó México en 1982. A la usanza del régimen de ese entonces, el mandatario acudió a un mitin en la Plaza de la Constitución, arropado por las centrales obreras y campesinas que escucharon de él un gran discurso. Pero Miterrand también tuvo un encuentro obligado con el pasado remoto de nuestro país. Acompañando a José López Portillo, juntos visitaron las excavaciones de lo que había sido el Templo Mayor de la antigua México Tenochtitlan.
El representante del gobierno francés, quizás consciente del peso simbólico de su visita, repasaba mentalmente las etapas de la relación histórica entre ambos países. La “liberación” de España por Napoleón Bonaparte. La Independencia de las colonias americanas para constituirse en países libres inspirados por Francia. El nacimiento de una consciencia Latinoamericana que hermanaría a Francia con las naciones de América. El apoyo de Napoleón III al Segundo Imperio Mexicano. El modelo de civilización francesa asumido en México durante el Porfiriato. La resistencia al Nuevo imperialismo norteamericano. Los gobiernos revolucionarios y la esperanza en la izquierda europea que él representaba… Cuando de pronto, se encontró rodeado de montones de tierra removida y arqueólogos limpiando y restaurando águilas y serpientes talladas en piedra. El recorrido parecía un laberinto de callejones flanqueados por los muros del antiguo templo mexica. Subidos en una barandilla al final del recorrido, los dos presidentes observaron la gran piedra de Coyoxahuqui, la diosa luna desmembrada por su propio hermano Huitzilopochtli, quien irrumpe en el reino de la noche para dar origen al día con el sol naciente.
El francés se dio cuenta que aquellos restos arqueológicos estaban llenos de un significado que él no alcanzaba a comprender y que sin embargo su belleza le transmitía por sí misma. Percibía la omnipresencia de lo sagrado en la vida de un pueblo que ha sustituido la técnica por el culto. Que ofrece sacrificios a los dioses para que estos ayuden a resolver las necesidades humanas.
Esas necesidades que en gran medida son atendidas hoy en día por mexicanos de excepción. Y que reciben su reconocimiento por parte de instituciones como la Fundación Honoris Causa, la cual entregará sus premios la próxima semana del 11 al 14 de septiembre en la sede del Club France, como parte de las actividades de “México en la piel”, un festival cultural, artístico y gastronómico abierto a todo el público y que hermana a México y Francia en una sola nación universal de historia compartida.
Para terminar cedo la palabra a Delfino Hernández poeta nahua: “Es verdad, no podemos sustraernos a la vida moderna con su tecnología sorprendente, pero también recordemos que no somos una generación espontánea; tenemos un pasado glorioso, de siglos. Y nosotros, como eslabón de vanguardia somos historia viviente, con la obligación de mantener vivo nuestro destino, y desgraciados nosotros si por negligencia fenece en nuestras manos el orgullo de nuestros antepasados… No somos un México sin raíces. Porque ningún pueblo carece de Historia”.