¿México está por cambiar después de estas elecciones? No. Lleva ya años en una transformación compleja y silenciosa cuyas consecuencias negativas son los males que nos aquejan de manera lacerante: corrupción, violencia, inseguridad, impunidad y la falta de oportunidades para muchos. Pero éstas no están ahí por descuido ni son nuestro destino fatal. Son producto de la voluntad de otros dioses que, no Quetzalcóatl, han decidido moldear una realidad con una desigualdad inédita y bizarra que dibujada parece un cono puntiagudo de barro: con una enorme base de pobres y una minúscula cabeza elitista que concentra la mayor riqueza que comparte discrecionalmente entre la clase dirigente que le está subordinada. En medio y anodinas, quedan las clases medias que luchan por sobrevivir.
Los dioses de la riqueza han fortalecido a sus consentidos a cambio de sustentar sus rentables negocios vendiendo servicios y bienes cada vez más accesibles a la gran base. Ahora el gran dinero se hace con márgenes pequeños en ventas masivas envueltas en premisas ideológicas de capitalismo incluyente. Ahí están las masas para ser “bancarizadas” y acceder al consumo antes vedado. Pero en las alturas no todo es felicidad, los directivos trabajan alienados y con el temor de perder su puesto, su posición, si los caprichosos dueños del capital deciden sacrificarlos. Y para las clases medias quedan los trabajos sin garantías, como manejar para otros un auto comprado a plazos, el espejismo del “emprendedurismo” con su rueda de la fortuna, o bien explotar su vivienda en una nueva cultura del hospedaje informal.
Los anhelos de bienestar han dejado muchos bienes tangibles en segundo plano. Ahora son más preciados los teléfonos inteligentes y los datos celulares que tener una casa propia. Pues la red ofrece un sin fin de oportunidades de cobijo virtuales a un menor costo.
La cuarta transformación ya está aquí y no en el tiempo por venir. El interludio colonial del Dios único que todo lo puede, ha palidecido frente al verdadero poder de los dioses del mercado, del deseo, de la pobreza. Tezcatlipoca y sus congéneres amenazan con quitarnos las dádivas que antes nos dieron. Como hace siglos ahí están los sacrificados: los migrantes que dejan este país para que otros puedan sobrevivir en él y también los muertos por la violencia criminal.
Somos un México muy diferente al que nacimos y donde crecimos. Este nuevo nos provoca y nos desafía. ¿Podremos soportarlo? ¿Serán capaces las masas de asumir su inclusión al capitalismo más allá del acto de consumir? ¿Podrá el nuevo gobierno hacer de la educación pública renovada una generadora de capital cultural para las mayorías? ¿Los nuevos emprendedores podrán transformar sus éxitos y fracasos en ciclos activos y permanentes de generación de riqueza? ¿Nos acostumbraremos en la clase media a convivir con la base, a usar el transporte público y el seguro popular, a vencer los prejuicios que nos dividen? ¿Habrá vida después de los despidos inevitables entre la clase dirigente? ¿El nuevo gobierno logrará proveernos de funcionarios públicos que busquen algo más que dinero y privilegios? ¿La punta del cono aflojará un poco su competencia acumulativa? ¿Nuestro matriz de barro colapsará (como en la Revolución) para cuajarse en un nuevo molde menos puntiagudo?
Aquí estamos siglos después de nuevo invocando a Quetzalcóatl. Esperando que regrese y nos enseñe a convivir con las decisiones inevitables de los dioses poderosos. Exigiendo al futuro gobierno que sea capaz de resolver las contradicciones intrínsecas y ancestrales de nuestra nación. Por eso es indispensable atraer al poder de la serpiente emplumada. Ha llegado el momento de la conciencia. Del compromiso de cada uno de nosotros con una visión amplia y generosa de lo que somos. Así dejaremos atrás la piel de escamas y mostraremos las plumas escondidas que nos elevan hacia los cielos. Y desde ahí veremos que en realidad, somos un México bien chingón.