Ilustración. Chepe
Por DIANA TERESA PÉREZ
No había mes que no acudiera al médico por enfermedades diversas, producto del nerviosismo, de la soledad: gripas que duraban semanas, artritis, conjuntivitis, estreñimiento, diarrea, taquicardia. Se volvió experto en trámites del Seguro Social. Hizo una bitácora a detalle de las fechas, horas, minutos y segundos que tardaban en atenderlo ya fuera por teléfono o personalmente; registró cada respuesta y anotó en un mapa la ubicación de las clínicas más cercanas y algunas otras de fácil acceso en metro.
Antes no lo hubiera hecho, pero el tiempo ahora era tan largo, infinitamente largo. A veces se preguntaba si no se habría detenido. Es más, cronometró la duración de la comida. El primer bocado era en punto de las tres de la tarde. Con la mirada fija en la zanahoria cocida; teniendo como fondo el color naranja de la verdura, veía su pueblo natal, a su madre lista para regañarlo por cualquier cosa, el río en el que aprendió a nadar, las primeras fiestas, el cambio a la ciudad, las calles del centro que tanto caminó entre ilusiones universitarias y deseos de autonomía. Escuchó los “goyas” de la graduación, las borracheras juveniles, el primer sueldo ganado a pulso.
El ruido del tenedor contra el plato lo regresó al presente. Se sorprendió al verse sentado frente a la mesita de la minúscula cocina en vez del restirador en el que dibujó tantos proyectos. Sacudió la cabeza, se concentró en la calabaza, el trozo de pescado y el arroz blanco.
Miró el reloj. Terminó de comer a las tres con veinte minutos, con todo y postre. Había hecho un repaso de buena parte de su vida, ¡en sólo veinte minutos! Era increíble. Hubiera jurado que habían transcurrido al menos dos años.
En silencio absoluto, lavó los trastes y se sentó en el sillón de dos plazas, ya viejo y sucio y miró hacia el frente, como pensando qué seguía. Vio sus lentes de gran aumento, se los puso y lo consecuente era entonces tomar un libro. Tomó apuntes como si fuera la primera vez que lo leía, descubrió nuevas frases, alguna palabra que antes le pasó desapercibida. La vista cansada pidió clemencia.
Cerró el libro y apoyándose en los brazos del sillón se puso en pie con las piernas adoloridas y temblorosas. A veces tomaba una siesta o salía a dar la vuelta a la cuadra. Hubiera querido ir hasta la plaza de la Revolución y ver pasar a las madres arrastrando a sus hijos, recordándole a la que fuera su esposa, una muchacha llena de ilusiones luego aniquiladas. Tuvieron un hijo, Julián, al que también arrastraron entre las prisas por llegar al trabajo, a la función del cine, a jugar en el parque. Le compraron globos y plastilina con la que el pequeño hizo animalitos y figuras. Su sonrisa y nobleza les impidió cometer aún más tonterías. Ahora era la única justificación para aferrarse a la vida. Esperar la llamada de las siete o las ocho:
-Papá, ¿cómo estás?, ¿Qué hiciste hoy? ¿Te sientes mejor del estómago?-preguntaba Julián, inquieto y cansado, ya también padre de familia, esperando escuchar buenas noticias para variar.
-Bien, hijito, aquí tranquilo, platicando con Sandokán- respondía riéndose de su propia mentira y tomando, ahora sí, al viejo muñeco pirata de peluche que su hijo le regalara muchos años antes para que le hiciera compañía. Compañía que él mismo desdeñó al abandonar a su esposa cuando su hijo aún era adolescente. Compañía que cambió por más trabajo y juergas interminables que sin embargo terminaron.
-Ay, papá-reía también el hijo-y ¿qué le cuentas?
-Estamos alistándonos para el viaje por los siete mares.
Su frase favorita y, al decirla ahora, le pareció una buena idea prepararse para el viaje definitivo. Le rodaron algunas lágrimas, pero ya todo estaba hecho. Además, no era descabellado. Creció junto al río, de niño fue muchas veces al mar, como quien va de pic-nic, y ahí, entre las olas, aprendió los secretos de las mareas, de la rudeza de las rocas, la voluntad de nadar a contracorriente. Vaya si lo aprendió. Domador de tempestades, provocador también. Sereno como puesta de sol y reflejo de la luna a media noche y capaz de hundir barcos, tragárselos, si fuera necesario, hasta enterrarlos en el fondo cuando se sintió amenazado.
Debía volver a su origen, era el momento. Antes de que las fuerzas menguaran y perdiera el control. Él, que siempre se distinguió por analizar a detalle todos los escenarios que se le presentaran, no podía dejar que el final lo sorprendiera. Era hora de soltar el timón, lanzarse en clavado mar adentro, emerger ligero y flotar unos instantes sintiendo el calor del sol que por más de ochenta años bronceó su piel de por sí morena. Después, hundirse poco a poco en el agua tibia, luego fría, mecerse de un lado a otro entre peces y corales hasta que su espalda descansara sobre la suave arena.
No le contó a su hijo que además de Sandokán, empezó a tener algunas pláticas con su abuela y su tío Augusto. No era cuestión de asustarlo con historias de fantasmas. Tampoco las creería. Julián era tan escéptico como él mismo lo fue hasta hacía apenas unos meses, cuando su madre se le apareció entre sueños y luego despierto. “¿Ya vas a regresar por fin de tus andanzas?”, le preguntaba como siempre, desde que dejó el pueblo.
Cuánta razón tenía su exmujer. Ella veía a los muertos. Nunca le creyó y quizá por eso se separaron. Él siempre tan racional y ella con tantos sentidos abiertos. Casi descubrió sus infidelidades antes de que las cometiera.
-¿Papá? ¿Sigues ahí? ¿Quieres que vayamos a comer mañana y así ves a tus nietas?
-Sí, mi hijito, sí. Déjame le pido permiso a tu abuela.
¡Ay!, se le salió y se llevó la mano arrugada a la boca agrietada, como impidiendo que salieran más palabras, como niño que ha puesto al descubierto su secreto.
-¿Mi abuela?-Julián, al otro lado de la línea, frunció las cejas. ¿Escuchó bien?
-Ay, Julián, no aguantas una broma. Tienes que relajarte, ese trabajo te está presionando demasiado…-desvió la plática y aprovechó para darle los que, lo supo en ese momento, eran los últimos consejos para su querido hijo, su tan querido hijo.
La tarde siguiente, Julián lo encontró todavía acostado, abrazando a Sandokán.
-Es que estoy muy cansado-se disculpó.
Se sentó a su lado, le tomó la delgada y pecosa mano morena que de niño lo sostuvo mientras aprendía a caminar, a andar en bicicleta. Lo acarició y le dijo que no se preocupara, iría por algo para comer ahí.
-Arroz para mí- bromeó el octogenario-Ve con cuidado, cuídate mucho.
Cuando regresó, vio las caras largas de su esposa y su hija mayor. Luego, a su padre tendido, con los ojos cerrados, muy delgado, casi flotando sobre las sábanas azules. La hija menor fue la única que lo recibió con alegría y preguntó intrigada:
-Papá, ¿qué significa zarpar? Es que mi abuelo dijo que iba a zarpar con Sandokán y se quedó dormido.