Si hay un freno nacional a los programas de desarrollo en el campo y la ciudad es el machismo, junto con la corrupción y la disparidad forman la trinidad maldita que mueve los engranes de la pobreza crónica.
La raíz principal del machismo en el campo es la profunda inseguridad entre la población masculina más vulnerable, que tiene una especial sensibilidad para detectar qué programas puede reducir su autoridad dentro del núcleo familiar. Estos hombres del campo pisoteados, ennegrecidos por lo calcinantes rayos del sol, con sus manos gruesas que te saludan sin retener tu mano unos momentos, tienen centrada su masculinidad en su martajada función de proveedores.
Su maíz que gracias a las lluvias recientes dejó de estar en riesgo de no lograrse, es más caro que el que pueden comprar en el centro de Villa del Carbón, municipio en el que trabajo proyectos sociales para mi Universidad; pero no pueden comprarlo porque están atados a la economía de subsistencia, que los detiene precariamente desde la época de la conquista hasta ahora nuestro neoliberalismo salvaje. Y dentro de su pobreza se aferran al único lugar donde pueden “ser superiores”, que es el núcleo del hogar, así que su machismo es la madera a la que se aferran mientras todos se hunden, cada vez más profundamente, en la pobreza y llegan a las honduras de la pobreza extrema.
En los programas de recuperación de la lengua materna como el otomí, allí ponen un tope; porque las mujeres tienen que caminar un poco, salir al espacio público para tomar sus clases de otomí. Entonces dejan de hablarles, de comer sus tortillas, para presionarlas y que no vuelvan a salir.
Celebro a doña Adela que sirvió durante tres días tortillas y nopales, hasta que el hambre pudo más; pero dejó de participar.
Hay programas como los invernaderos que promovió CDI que operan las mujeres, pero sólo porque son instalaciones que están en los mismos terrenos domésticos. Hay mejora en la dieta, pero los trabajos de las doñas se han duplicado pues ahora además deben atender los invernaderos; sin embargo, el dinero lo retienen los varones.
Si el INEA lleva programas o se abre un telebachillerato en una comunidad de un poco más de mil habitantes, las mujeres se presentan a solicitar su inscripción porque la cercanía a sus casas hace posible que avancen en su preparación, a pesar de ya ser madres y tener las responsabilidades domésticas. Los viejos, quienes dirigen el ejido, comienzan a esparcir la semilla maldita del discurso machista: “ellas para qué si ya están casadas”. Sólo las más fuertes sobreviven en un sistema así.
La violencia sexual amenaza en todas las veredas, brechas y caminos a las jóvenes que caminan kilómetros, horas y horas, todos los días del año que las escuelas abren, y ellas sueñan con salir de sus pueblos miserables por la vía de la educación. No hay investigaciones y sentencias que se recuerden en las comunidades en contra de los violadores. Hay una sentencia moral que culpabiliza a la víctima por “haber salido de su casa”.
Casi el cien por ciento de las personas con las que trabajamos y quieren salir del círculo de pobreza son mujeres: niñas, jóvenes, madres, ancianas que tienen el valor de soñar. Pero mientras no tengamos una agenda nacional contra el machismo, los programas de desarrollo se estrellarán contra ese miedo perenne de los hombres del campo a perder el último territorio donde ellos no están de bruces, el de la violencia, el del machismo contra sus mujeres.
Genoveva Flores. Periodista y catedrática del Tec de Monterrey.