Lloré hasta inundar toda la calle y mis esperanzas juntas
Recién acababa de llover y el agua aún goteaba por los cristales de las reducidas ventanas. El seguir las líneas del líquido con la mano me distrajo momentáneamente de algunos problemas que me inquietaban entonces aunque, también, como recuerdo de cómo había llegado con ellos, junto con su madre, a ese domicilio.
Paco, Diana y Diego llegaron siendo niños; Rodrigo, por su parte, abrió los ojos por primera vez entre las cuatro paredes de tabicón hueco de esa vivienda -otrora tan características de esa zona de las faldas del Cerro de la Estrella, en Iztapalapa-, consecuencia de la migración que producía la sobrepoblación de colonias populares y densamente pobladas de la Ciudad de México.
En esa casa que Carlota –la tía Carlota–, avecindada en ese tiempo, hace poco más de 25 años, en Los Ángeles, California, me había encargado cuidar y terminar la construcción a cambio de nuestra estancia, vivieron y crecieron los cuatro chiquillos a mi lado. Tuvieron ahí cerca sembradíos de maíz, frijol y calabaza, lo mismo que corrientes de aire todavía puro, sol brillante y noches estrelladas.
Elementos todos digamos que completos y en su sitio, ni uno más ni uno menos; parecían estar en su espacio natural, con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrarlos en una ciudad tan complicada como la antigua capital azteca. Lo que no tendrían después sería tranquilidad.
Allí compartí con ellos carnavales, navidades, años nuevos, y toda suerte de fechas importantes, cuyo festejo se realizaba con puntualidad de calendario y en donde era tal la delicadeza y exactitud para rebanar el pastel de parte de Diego y Paco, por ejemplo en los cumpleaños, que aquello parecía siempre un concierto de Vivaldi.
Sin embargo, luego de evocar estos pasajes amenos con los chicos, mis pensamientos estaban muy cerca de aquella morada pero muy lejos de mi ánimo. La humedad de los cristales de los pequeños miradores se alternó con la humedad de mis pupilas, apenas vino a mi mente el recuerdo de nuestra separación y el funeral de la casa que, aunque prestada, la sentí por algunos años como mía.
Según lo convenido con María, la madre de mis vástagos, la familia dejaría la vivienda de la tía Carlota una noche de julio para después iniciar una inédita travesía, que no por reciente resultaría singular, sino por el hecho de emprender por dos rumbos diferentes. Diana me acompañaría; Paco, Diego y Rodrigo se irían con María. Llegada la noche elegida, no recuerdo la fecha exacta, arribó de igual manera la reafirmación de un hogar dividido: el mío.
Si la despedida de la casa provoca sufrimiento, la separación de los hijos es el desgarramiento del alma misma, qué duda cabe. No puedo negarlo, a ratos sentí una ciudad que me pareció más grande y helada que otras veces. Y perdí la ilusión de rescatar la concordia con mis retoños.
Tomé de la mano a mi pequeña Diana y giré mi cuerpo atrás para ver por última ocasión esas mojadas ventanas, al tiempo que recordé las palabras de mi abuelo Alberto quien decía que los hombres no lloran, cuando era yo una migaja de huesos y sueños; cuando el juego de la vida era la vida misma y la vida no dolía.
Pero ahora lo confieso. Lloré hasta inundar toda la calle y mis esperanzas juntas. Lloré hasta empapar las paredes de esa maltrecha vivienda prestada, pero querida, con un llanto agrio y severo. Lloré hasta encorvar el cielo del Cerro de la Estrella y humedecer mi alma. Lloré porque sí, lloré porque no. Lloré porque ese día mi memoria registraría para siempre un verano inolvidable.
Cut Domínguez. Es periodista cultural. Ha dirigido espacios como la jefatura de Prensa de Difusión Cultural de la UNAM; coordinador de Prensa en la Ciudad de México del Festival Internacional Cervantino; Subdirector de Difusión del Polyforum Cultural Siqueiros; Jefe de Prensa de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes. Asimismo, ha sido colaborador de diarios y revistas nacionales.