“¿Una película sigue siendo una película si se estrena en Netflix?”, se pregunta David Ehrlich en la influyente revista de cine “IndieWire” en un artículo del 17 de abril, días después de que el festival de Cannes anunciara que en la competencia oficial había incluido dos filmes producidos por el conglomerado (“Okja,” del sudcoreano Bong Joon-Ho, y “The Meyerowitz Stories”, del estadounidense Noah Baumbach). La decisión de Netflix de llevar directo a la plataforma sus dos entradas para Cannes, despertó airadas protestas de la asociación de exhibidores franceses, lo cual llevó a que la dirección del festival anunciara que a partir del 2018 no podría aspirar a la Palma de Oro ningún filme que no respetara los tres años que tienen que pasar según la ley gala antes de que una película pueda ser adquirida para una plataforma digital (como Amazon o Netflix).
En su nota, Ehlrich pide un minuto de silencio por “Tramps,” de Adam Leon, una cinta que recuerda haber visto “una cálida noche de verano con el aire acondicionado a todo lo que da en una sala de cine durante el festival de Toronto”. El crítico relata su entrañable experiencia para que entendamos por qué el hecho de que Netflix haya adquirido la película para ir directo a su servicio de “streaming” o VOD (video on demand), es una desgracia: Los que no asistieron al festival (básicamente, el resto de la humanidad), se tendrán que resignar a ver “Tramps” en sus miserables pantallas personales. Idealmente sí—nadie lo duda—el cine debe verse en una sala de cine.
En teoría, suena maravilloso, pero la realidad es que por buenas que son algunas de esas cintas que se exhiben en los festivales, muy pocas llegan a ser compradas por distribuidores y los únicos que acaban viéndolas son los afortunados que asisten a esos eventos cinematográficos. Por más que se diga que al negarles una exhibición en cines y llevarlos directo a su plataforma, Netflix les escatima el éxito que hubieran alcanzado, la realidad es que esto sucede en escasas ocasiones y los directores supuestamente afectados, de autor, han mostrado reciben con beneplácito el dinero de una inversión que rara vez llegan a recuperar y que, por otro lado, les ayuda a crear audiencias para futuros proyectos que efectivamente si se podrían estrenar en cines.
Ehlrich incluye en su articulo la reacción del que sería el principal afectado, (Leon) de la siguiente manera: “lloró de alegría cuando recibió la oferta”. Y no es para menos: “Gimme the Loot”, la anterior cinta del director recaudó $104,000 (sic) mientras que por “Tramps”, Netflix le dio $2 millones. ¿Qué es peor? La principal queja de Ehlrich es que Netflix no promociona sus cintas de arte como debería y las sube a la plataforma sin darle el trato especial que reciben las opciones mas comerciales que ofrece la plataforma.
Pero, al final eso es algo que se podría cambiar fácilmente con inventarse un apartado de “Festivales” o “Cine de Arte”, o “Lo Último de Sundance”, o algo por el estilo; público para ese tipo de oferta, lo hay. La evidencia de que hay demanda tendría que ser suficiente para que lo que haga actuar a Netflix sea una motivación económica. El problema es cuando se mueve la discusión al terreno del imperativo moral. Los que se lamentan junto con Ehlrich de que el cine visto en plataformas digitales deja de ser cine están llevando la discusión a un terreno peligroso.
Un ejemplo de esto es la controversia que se levantó cuando el mismo director español Pedro Almodóvar, presidente del jurado para la Palma de Oro, declaró que él personalmente no concebía premiar algún filme que no estuviera destinado a verse en pantalla grande. Habida cuenta de que el presidente del jurado no debería dar la impresión de estar prejuiciado (ni a favor ni en contra) de ninguna cinta, Almodóvar habló entrañablemente de su amor por el séptimo arte mencionando cintas clásicas como “Viridiana” de Luis Buñuel. ¿Cuántas de esas cintas—algunas de ellas mudas, en blanco y negro, y/o sin copias disponibles, etc.—habrá tenido el privilegio de ver Almodóvar en una sala de cine y no en una pantalla de televisión? ¿Y de esas, cuantas, pero aun, podría haber visto un espectador común y no un cineasta en una cineteca? A pesar de ello las escuelas de cine se siguen llenando de jóvenes cuyo primer contacto con las obras maestras ha sido desde hace décadas a través de la televisión o el video (Quentin Tarantino siendo el caso más emblemático).
En las antípodas de Almodóvar, otro miembro del jurado, el actor estadounidense Will Smith defendió a Netflix diciendo que no creía que disfrutar de un formato fuera en detrimento del otro. Smith comentó que sus hijos asisten dos veces a la semana al cine y también disfrutan de ver cintas y series a través de Netflix; las dos cosas no son mutuamente excluyentes.
Almodóvar y Smith reflejan indirectamente los puntos de vista de sus culturas respecto al papel que debe tener el Estado en el arte. Almodóvar defendía el frente europeo donde el Estado interviene para regular el tiempo que se le debe dar de oportunidad a una película para que se exhiba en salas de cine (los 3 años que exige la ley francesa siendo el caso más extremo). Estados Unidos está en el otro extremo y deja que las reglas del mercado fluyan a su aire. Ahí se ve al cine como un producto más y los estadounidenses desconfían programáticamente del “Estado nana” que pretende imponerle restricciones a lo que consideran su “libertad” (que confunden con libre mercado).
Una postura más práctica, quizás, sería que el brazo político (lobby) de Hollywood, la Motion Pictures Asociation of America (MPAA, por sus siglas en ingles), hiciera su trabajo y cabildeara en el congreso para que se instituyeran leyes similares (un límite más razonable que el de Francia, digamos de seis meses a un año).
El problema es cuando se confunde la política con la moral y nos remonta al pasado. Lo mismo ocurrió a finales del siglo 19 cuando la invención de la fotografía y del cine mismo permitió que por primera vez obras de arte que habían sido exclusivas de las élites que podían viajar a los grandes museos del mundo para verlas, se volvieran accesibles para el gran publico en reproducciones.
El avance de la tecnología despertó una discusión que en los años 30 Walter Benjamin resumió en su clásico ensayo “La Obra de Arte en Tiempos de la Reproducción Mecánica”. Benjamin alega que la “autenticidad” de la experiencia original se tiene que sacrificar en aras de difundir el arte al mayor numero de personas. Para Benjamin, la “autenticidad” de la experiencia original era un precio que bien valía la pena sacrificar.
Y hablando de precios, ir al cine en Estados Unidos, incluyendo estacionamiento, cuesta alrededor de 20 dólares (por no hablar de la gasolina, los dulces, la cena, etc.); una subscripción a Netflix, 10 dólares. Es decir, por alrededor de 30 centavos al día, se pueden ver tantas películas como se puedan manteniendo viva la llama del interés por el cine. Por eso no es de extrañar que el respaldo de las audiencias a Netflix haya sido arrollador, y en las redes sociales se volcaron a expresarlo.
Finalmente, si vamos a ser puristas, en sus orígenes el cine estaba encaminado a ser una experiencia personal. Por lo menos así lo concibió Thomas Alva Edison con su Kinetoscopio, una caja a través de la cual era el propio individuo el que controlaba el ritmo, la velocidad, etc. Indirectamente, eso es lo que también nos está ofreciendo Alejandro G. Iñárritu con su instalación virtual Carne y Arena. Puede no gustarnos, pero no se puede cerrar las puertas a la innovación y menos cuando las nuevas generaciones la están recibiendo con los brazos abiertos.