Macrina empacó las pocas cosas que tenía. Por su mente pasaban cosas y remordimientos. No sabía qué hacer. No entendía lo que venía, pero tenía que ser fuerte.
Llegó a la Ciudad de México con su hermana Emilia, llenas de ilusión y de necesidad. Había que mantener a los seis hermanos que quedaban allá lejos en Huetamo, Michoacán. Tenía solo quince años y no sabía leer ni escribir.
Contaba que el día que le bajó su primera regla, se asustó tanto que corrió al monte a cubrirse con hojas de naranjo la sangre que no sabía por qué salía de su cuerpo y pensaba que se iba a morir o que era un castigo de Dios. Macrina no sabía nada de la vida.
La señora Margarita la acogió en su casa como sirvienta y nana de su hija Carolina y la consideraron desde ese día una hija más en la casa. Se ganó la confianza y cariño. Macrina se ganó el amor de todos. Iba al coro de la iglesia y siempre estaba linda. Era muy bonita. Recordaba a la bella Fanny Cano –oriunda del mismo pueblo– y que la gente la confundía mucho con la actriz. Era linda pecosa, y llena de gracia.
La patrona la mandó a estudiar en la escuela nocturna de la colonia, y aprendió la “o” por los objetos redondos; era lista y llena de sed de aprender.
Iba a mi casa a pedirme que le enseñara inglés, que le contara qué era un país que se llamaba Líbano y que sabía que en Venezuela había un presidente que se llamaba Carlos Andrés Pérez y que era bueno –según ella–, y que le caía bien cuando lo veía en la tele. Quería saber por qué un señor llamado Newton decía que las cosas caen por “su propio peso” y por qué afirmaba eso. Macrina era el sueño de la curiosidad inocente.
Una compañera de la escuela, Tránsita, le dijo que sus patrones no podían tener hijos y querían “comprar” un vientre, y que como ella era muy bonita –ya le habían echado el ojo–, sería la persona correcta para darles el bebé que tanto deseaban.
La suma de dinero era enorme y sustanciosa. Macrina pensó en sus padres, en sus hermanos con llagas en los pies por no tener zapatos, en su casita de barro y en lo mucho que tardaba su mamá en traer agua de la noria. Macrina tomó una decisión. Sí, les iba a dar el hijo que tanto habían soñado.
Pensó que eso solo pasaba en las telenovelas como la “Colorina” donde la protagonista vendía a su criatura por unos pesos. Ya había dicho que sí.
Como no se sabía mucho de las opciones que había en esos tiempos, Macrina tuvo que aguantar, sufrir, resistir las embestidas sexuales de un señor que ella ni conocía, pero su desesperación por ayudar a su familia, era más fuerte que su silencio.
Lo logró. Se embarazó y nació un niño hermoso. Bello como la luz, hermoso como un príncipe. Era un bebé adorado y muy deseado.
La “madre” vino y le dijo que el chiquito se llamaría MIGUEL, como su padre. Macrina no tenía ni voz ni voto; ella había vendido lo más preciado de su vida.
Lo vio, lo tuvo en su pecho, lo amamantó, y ahí se dio cuenta que no se podía desprender de algo que era muy suyo y que nada ni nadie se lo podía quitar.
Las enfermeras le decían que era un bebé sano y que ella era una mujer fuerte y con mucha energía para dar lo mejor de ella misma para que su hijo creciera perfecto.
Mientras los “padres” del niño arreglaban papeles en el carísimo hospital, Macrina tomó otra decisión que la acompañaría por el resto de sus días: se iba, sí, pero con su hijo.
Tomó las pocas cosas que tenía y como las más valientes, salió por la puerta de atrás. Se fue. Se llevó a su vida, a su crianza, a sus valores y a su realidad de mujer.
Allá afuera estaba el mundo, la vida, la realidad, la historia que un día iba a contar, pero no se hizo pequeña. Se fue con la dignidad más grande que la misma vida le dio. Su hijo no iba a tener una vida escogida. La vida de Miguel era de ella y de nadie más.
Macrina huyó, pero no de la justicia ni de los compradores de almas. Huyó de ella misma, de sus miedos y de sus inseguridades. Corrió al mundo que le esperaba allá afuera para ser feliz.
Macrina ahora vive feliz con su hijo y tiene tres más con un hombre bueno que la aceptó con su “error”, que la valoró y le dio el amor que nunca pensó conocer.
Miguel es un buen hijo y el más amoroso. Nunca ha conocido su verdadera historia, pero sólo conoce la de una mujer que con furia y dientes le ha dado lo mejor de ella misma.
Macrina merece estar en el salón de la fama de las buenas madres, quienes no han conocido más que una triste realidad y la han tenido que soportar.
Por Macrina y por todas las Macrinas que hay en el mundo, levanto mi copa.
Raúl Piña es egresado de Ciencias de la Comunicación (UNAM). Extrovertido, el mejor contador de chistes y amante de las conversaciones largas. Fiel a su familia, de la que adopta honor, valor y mucho corazón. Vive en Toronto, Canadá, desde hace 20 años, pero sus raíces sin duda son 100% mexicanas. Escribe como le nace y como dijo Ana Karenina: “Ha tratado de vivir su vida sin herir a nadie”.