Como mujeres se nos enseña a siempre taparnos.
Durante varios años he sido una experta observadora de varios grupos de danza oriental, conocida como danza árabe y esa experiencia me ha enseñado lo problemático que es a veces nuestra relación con nuestro cuerpo, por las prohibiciones culturales que se asocian a lo femenino.
Como mujeres se nos enseña a taparnos a siempre taparnos. Bajo la falda de la secundaria usábamos shorts, en los vestidores del deportivo nos íbamos al lugar más escondido para cambiarnos el traje de baño, no conocimos nunca el cuerpo de nuestra madre, y batallamos cuando nos tocó amamantar a nuestros hijos e hijas, porque nunca habíamos visto a nadie hacerlo, siempre habría que taparse el cuerpo.
Así que las aprendices entran a un estudio de danza cubiertas por todos los prejuicios que se achacan al cuerpo de las mujeres desde la Edad Media, cuando según el discurso dominante “habitaba el diablo”; pero de pronto se descubre que para seguir el ritmo hay que quitar el velo de una cultura de doble cara donde los extremos nos cosifican en putas o santas, uno de los bastiones más poderosos de la cultura machista.
Otro de los obstáculos para poder hacer la danza es la forma del cuerpo estandarizada a ideales imposibles, además de la presencia de otras bailarinas que tienen cuerpos diferentes, nos han educado a competirentre nosotras y que de cualquier grupo en el que aterricemos tenemos que ser “la más bonita de todas”.
Pero con el tiempo las bailarinas aprenden que todo pasa por deshacerse de los prejuicios culturales sobre el cuerpo y poco a poco la técnica operará en ir construyendo los movimientos gráciles.
En los concursos y presentaciones de danza árabe, comencé a ver una amplia gama de edades, aunque predominaban las jóvenes. Y de pronto vi en el escenario a una abuela, su cuerpo y sus movimientos contaban las historias de su vida; pero la actitud nos hablaba de su amor por la vida, de un espacio personal que se había construido y de cómo se había deshecho de los prejuicios sobre su cuerpo, aunque tenía unos 60 años.
La formación en una coreografía es importante: así quienes son las mejores bailarinas se encuentran frente al público y las menos expertas en las líneas de atrás; allí estaba ella y todos las veíamos, nadie veía a las bailarinas expertas. Su posición era extraordinaria de acuerdo con nuestra cultura y nos enseñaba que la danza es para todas quienes quieran tomarla.
En un reciente concurso vi ganar una medalla de plata a una bailarina que sin duda tenía obesidad, pero eso no le limitó a presentarse en un solo en medio de un teatro crítico, y las jueces se centraron en la ejecución; ella se deshizo del prejuicio de los cuerpos perfectos y disfrutó al máximo el escenario.
Es cierto que la mejor edad del cuerpo sería la década de los 20, pero la danza no es sólo cuerpo, se danza con el alma, con las experiencias y con la técnica, así que una mujer madura puede ganar la simpatía del público por lo que proyecta en el escenario.
Ver durante años a estas bailarinas, madres de hijos universitarios o de pequeños niños de preescolar, me ha enseñado a quitar las costras de una cultura castrante sobre mi propio cuerpo.
Nada como un estudio de danza como para recuperar el aprecio del cuerpo, a pesar de las décadas transcurridas o, mejor dicho, por esas décadas vividas fuera del estereotipo, metiendo dentro del cuerpo el ritmo de un drum solo y viviendo la vida con coraje y esperanza. Porque lo bailado, ni quien lo quite.
Genoveva Flores. Periodista y catedrática del Tec de Monterrey.