Un lugar en Polanco para el hedonismo.
Seguro que, como yo, ustedes también tienen un autor o “libro de cabecera” al que acuden cuando necesitan certezas, aclarar la mente o simplemente adentrarse en otros mundos, otras épocas y costumbres.
Mi autor de cabecera se llama Sándor Márai. Sus novelas están llenas de sabiduría y responden todas mis preguntas acerca del comportamiento humano. Me explican tanto el porqué de los sentimientos más primitivos y mezquinos, como la razón de los más altos y misericordiosos.
En ellas se revela también el ambiente exquisito y culto de la Hungría de principios del siglo XX, en la que se crio y formó Márai como hijo de una familia burguesa. Sus historias –pródigas en largas conversaciones y extensos monólogos– recrean el esplendor europeo y cosmopolita de la clase alta ilustrada de Budapest (el París de la Europa del Este), la ciudad que fuera segunda capital del imperio austrohúngaro.
Un imperio cuyo legado cultural pervive en variadas e imperceptibles expresiones de nuestros actos cotidianos y festivos, como en los valses de Strauss que bailan las quinceañeras y en las partituras de Franz Liszt que interpretan nuestros hijos al piano, en el paradigma freudiano en que se basan los terapeutas que semanalmente inspeccionan nuestra psique y hasta en las cremas de vainilla y chantilly con que se confeccionan los pasteles y decoran los cafés que disfrutamos.
He traído a colación lo de mi autor favorito porque la semana pasada, de manera fortuita, me topé con un café que recrea justo ese ambiente fascinante del Budapest de entreguerras que él describe en sus novelas. Se trata del Café Budapest Cukraszda (Budapest Cafe Cukrászda) cuya oferta principal es la clásica repostería austrohúngara que el propio Sándor en su autobiografía “Confesiones de un burgués” dice haber disfrutado en su niñez.
Este rincón escondido frente al Parque Lincoln, está en el segundo piso de la plaza comercial Commom People (Common People MX). Su mayor encanto radica en la ambientación y en la coquetísima terraza con vista al parque. Aunque pequeño, tiene una atmósfera acogedora que se presta tanto para disfrutar en pareja como para una plática entre amigas. Resalta la decoración de época, encargada exprofeso por su dueña, Gabriela, al artista de sets cinematográficos Alejandro Martínez, quien replicó ahí la nostalgia de un café de los años 30 en Budapest, cuando “la gente iba a la Ópera después de tomar el té”.
También llama la atención el arco que da a la terraza, con diseños geométricos inspirados en el arte de Víctor Vasarely, y un enorme reloj tras el mostrador principal, como los que había en las estaciones antiguas de tren, además el mosaico del piso de estilo art nouveau y la vajilla en que sirven las bebidas y postres, auténticas piezas heredadas de antepasados húngaros, consideradas por Gabriela como joyas familiares.
Como hija de húngaros asentados en México después de la Segunda Guerra Mundial, Gabriela aprendió de su madre a preparar los postres más clásicos, que hoy son parte del menú del Budapest, como el Rétes (Strudel de manzana), la tarta Eszterhazy (pastel en capas con crema de vainilla y ron), el Dobostorte (pastel en capas rellenas de crema de cacao y craquelado de caramelo), el Kuglof (panqué de naranja), el Gerbeaud (pastel en capas con nuez, naranja y chocolate) y el más solicitado de todos: la famosa Sachertorte (un pastel sin harina, con nueces, mermelada de chabacano y cubierta de chocolate oscuro), que ella hornea a diario para complacer a sus clientes y que es mi favorito. Si yo fuera un pastel, definitivamente sería un Sacher.
También hay oferta salada en el Budapest, con auténticos platos de la cocina tradicional húngara, como la Pogacsa (45 pesos), un bisquet salado de queso que se corona con chicharrón de cerdo o los Quiches de espinaca, brócoli y champiñones (120 pesos).
Contemplando las preciosas fuentes en las que Gabriela dispone sus pastas (galletas Linzer con mermelada de zarzamora, chabacano o cubiertas de chocolate blanco o negro), recordé que la primera parte de La mujer justa sucede en un elegante café de Budapest, donde Marinka (uno de los tres personajes centrales), le cuenta a una amiga cómo fue que descubrió que su marido estaba entregado en cuerpo y alma a un amor secreto que lo consumía y su vano intento por retenerlo.
Entonces, se me ocurrió confeccionar algunos menús de degustación inspirados en los personajes de las novelas más conocidas de Sándor Márai. Y gracias a las recomendaciones que su propietaria me dio y a la larga plática que sostuvimos en la terraza, hoy les presento tres opciones para probar la exquisita oferta del Budapest.
Menú Marinka (de La mujer Justa): pensado para dos amigas que se han citado frente al mostrador del café Budapest. Su plática les llevará toda la tarde. Deben empezar ordenando una Palacsinta de queso de cabra con jitomate deshidratado (90 pesos), crepas perfectas en las que el sabor cenizo de este queso combina bien con la acidez del tomate) y un Langos (120 pesos), una masa de papa frita con queso rallado, crema fresca y ajo, acompañados de una ensalada verde con pepinillos y corazón de alcachofa (80 pesos) para aminorar la densidad de los carbos.
Cuando la tarde comience a caer y surjan las confesiones más cómplices, habrá que endulzar los recuerdos amargos con alguno de los 30 diferentes tés de la casa, cuyas mezclas exclusivas son preparadas por la sommelier Leticia Sáenz (pidan uno negro con frutas), así como con la espléndida Tarta de manzana (90 pesos) que Gabriela elabora de manera singular con manzana rallada y una base de pasta tan suave que se funde en boca con los jugos de la fruta.
Menú General Henrick (de El último encuentro): Dos hombres mayores se citan tras muchos años sin verse. Entre ellos está pendiente un ajuste de cuentas, un duelo a muerte por el recuerdo imborrable de una mujer. Para una plática seria entre rivales hay que ordenar algo fuerte, como el Café Turco elaborado con un delicioso y aromático café de Veracruz. Acompañar con unos “Besos de soldado”, unas pastitas coronadas con mermelada de chabacano y almendra fileteada que las mujeres húngaras preparaban para despedir a sus soldados cuando se enlistaban a la guerra. Cuando el duelo llegue a su cúspide, deberán ordenar una botella de Pálinka, la bebida nacional de Hungría, un aguardiente de frutas que se toma a todas horas, especialmente en invierno para calentar el cuerpo. Al beber el primer trago de mi Pálinka de durazno sentí el rubor en las mejillas y un gozo en el alma. Aunque tiene 37 grados de alcohol, en el paladar se percibe suave y delicado.
Menú Kristóf y Anna (de Divorcio en Buda). Es el reencuentro esperado de los amantes. Es la cita que en el pasado nunca se concretó. Una mujer y un hombre que en su juventud no hallaron el valor suficiente para realizar su amor. Este encuentro debe tener lugar en el rincón de la terraza. Nadie sabrá que los amantes dieron unas vueltas por el parque Lincoln queriendo tomarse de la mano y que en el café Budapest por fin se declararon todo el amor brindando con el dulce y delicado sabor del Tokaji aszu (vino ámbar que se elabora con la cosecha tardía), acompañado por la suntuosidad aterciopelada de la Sachertorte, un dúo agridulce como el amor que sin duda les proporcionará uno de los momentos más sensuales de su vida.
Cuando vayan al Budapest, no se pierdan el Turós Pite (80 pesos), un pie de requesón con base de galleta, pasas y cubierta de chabacano, y tampoco el café Vienés (café negro con crema chantilly y ralladura de chocolate).
Y para llevar de regalo, compren las mermeladas (120 pesos) sin conservadores con sabores de ciruela, chabacano, frutos rojos y naranja con toronja.
Hedonismo puro. Felicidad total.
Café Budapest Cukrászda
Emilio Castelar 149, Polanco
Frente al Parque Lincoln