Por. Boris Berenzon Gorn
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En tiempos donde la inmediatez dicta el pulso de la información, la verdad ha dejado de ser una exigencia innegociable para convertirse en una opción volátil, muchas veces prescindible. Las noticias falsas, o fake news, ya no son simples errores fortuitos ni anécdotas inofensivas que circulan por redes sociales: son ahora una estrategia deliberada, eficaz y profundamente arraigada en las lógicas del poder. En el marco del feudalismo digital, donde los grandes señores de la información —plataformas tecnológicas, algoritmos opacos y clanes mediáticos— controlan los flujos de datos y emociones, la desinformación se convierte en una herramienta privilegiada. Su capacidad para moldear percepciones, manipular emociones y condicionar decisiones la transforma en un arma central en una nueva guerra sin pólvora: la guerra por el relato, por la hegemonía narrativa, por el dominio de la atención.
En la arena política, las fake news actúan como herramientas multifuncionales. Permiten construir enemigos imaginarios, generar miedo, dividir al electorado y consolidar un liderazgo basado más en el mito que en la gestión. Lo importante no es que la información sea cierta, sino que sea creíble, repetible y viral. Desde campañas que acusan sin pruebas hasta rumores sobre conspiraciones ocultas, la política ha adoptado la desinformación como una extensión de su retórica. Los beneficios son claros: deslegitimar adversarios, victimizar al líder, polarizar a la población y mantenerla en un estado de alerta emocional.
La función tradicional del periodismo, entendida como la búsqueda rigurosa de la verdad, se ve desplazada por una lógica de espectáculo, velocidad y escándalo. En este nuevo ecosistema, la comunicación se ve reducida a una contienda de titulares y emociones. Los medios tradicionales, presionados por la necesidad de clics y audiencias, compiten con sitios anónimos y perfiles falsos que no rinden cuentas a nadie. Así, la confianza se erosiona, la objetividad se relativiza y el ciudadano, desorientado, ya no distingue la verdad del montaje. En este terreno pantanoso, toda comunicación se convierte en sospecha.
Las noticias falsas no solo desinforman: transforman. Alimentan prejuicios, radicalizan discursos, dividen familias, rompen amistades. La sociedad, en lugar de dialogar, grita. Los matices desaparecen. Cada quien se refugia en su burbuja ideológica, donde solo circula la información que confirma sus creencias previas. Así, la fake news no solo altera la percepción del mundo: altera el tejido mismo de lo social. Las democracias se debilitan no por falta de votos, sino por exceso de odio disfrazado de opinión.
La mecánica de la desinformación tiene algo de teatral, casi ritual. No se trata únicamente de difundir mentiras: se trata de representar una escena en la que el espectador desea ser seducido. El público no solo tolera la mentira: la exige. Requiere algarabía, emoción, un desenlace claro que simplifique el caos del mundo. La verdad, en cambio, es incómoda: suele ser ambigua, lenta, fragmentaria. No se adapta bien a los formatos virales ni a las narrativas binarias que dominan el consumo digital. La mentira, por el contrario, es veloz, contundente, seductora. Se comparte más rápido, se memoriza con mayor facilidad y se alinea con los deseos inconscientes del receptor.
En este contexto, las plataformas digitales —organizadas bajo la lógica del feudalismo digital— actúan como escenarios de este espectáculo, recompensando no la verdad, sino el engagement. Algoritmos ciegos al contenido distinguen solo entre lo que circula y lo que no, entre lo que retiene la atención y lo que se desvanece. Así, se construye un juego perverso donde todos ganan algo: los políticos audiencia, los medios tráfico, las plataformas ingresos, el usuario excitación emocional. Todos menos la verdad, que pierde relevancia frente a la eficacia simbólica de la mentira.
Desde el psicoanálisis, esta lógica remite a la estructura de la perversión: no como un simple desvío moral, sino como una forma estructural de relación con el goce, en la que el sujeto busca organizar la realidad a través del engaño, el fetiche y la transgresión de los límites simbólicos. La sociedad actual, en muchos sentidos, opera bajo esta estructura perversa: prefiere la satisfacción inmediata a la elaboración, el impacto al pensamiento, el simulacro al sentido. La desinformación no es solo una distorsión cognitiva: es una forma de goce colectivo, un placer oscuro que revela hasta qué punto se ha erotizado la mentira.
Esta escena no es solo individual, sino profundamente social. Las fake news se consumen con la misma ansiedad con que se consumen ficciones, porque en ellas se proyectan miedos, deseos, fantasías. La perversión de la verdad no es un accidente: es la consecuencia de un sistema simbólico en el que la ética ha sido reemplazada por la eficacia narrativa, y donde el saber ha sido subordinado al entretenimiento. En ese escenario, la mentira no es una anomalía, sino el síntoma central de una cultura que ha hecho del espectáculo su lenguaje principal.
Las fake news no descansan. No conocen tregua. Aprovechan tanto el dolor colectivo como el júbilo social. En medio de tragedias —una pandemia, un atentado, un desastre natural—, surgen teorías conspirativas, datos manipulados, alarmas falsas. Y en momentos de celebración —una victoria deportiva, un avance científico—, aparecen también las exageraciones, las falsificaciones, las interpretaciones oportunistas. El objetivo es siempre el mismo: capturar la atención emocional de las masas. Todo hecho, alegre o triste, se vuelve materia prima para el artificio.
Las consecuencias económicas de las fake news son menos visibles, pero igual de devastadoras. Una noticia falsa sobre una empresa puede hundir sus acciones en minutos. Rumores sobre medicamentos o vacunas pueden alterar mercados enteros. La desinformación se ha convertido en un riesgo financiero real. Además, se alimenta una industria entera dedicada a la creación de contenido falso, páginas que monetizan el tráfico generado por la indignación o el morbo. Mentir se ha vuelto rentable. Y en un sistema que premia el rendimiento económico, pocos están dispuestos a renunciar a ese beneficio.
Finalmente, está el daño más profundo: el que ocurre en la psique humana. Las fake news operan sobre sesgos cognitivos naturales. Las personas tienden a creer lo que refuerza su visión del mundo y a rechazar lo que la contradice. La desinformación explota esta debilidad, generando una ilusión de certeza que tranquiliza al ego, pero encierra al individuo en una prisión mental. La constante exposición a información falsa produce ansiedad, cinismo, agotamiento. Y, sobre todo, debilita la capacidad de pensar críticamente. El ser humano, reducido a un consumidor emocional de titulares, pierde la brújula de su razón.
Las fake news no son solo un fenómeno de redes sociales o una anomalía pasajera. Son síntomas de un sistema donde la verdad ha perdido centralidad, desplazada por la eficacia narrativa, la utilidad política y la viralidad emocional. Si no se construyen defensas éticas, institucionales y educativas frente a este flagelo, corremos el riesgo de que el mundo se convierta en un escenario donde todo se cree y nada se comprueba. En un mundo así, gobernado por la mentira útil, la verdad no solo deja de importar: se convierte en una amenaza. Y esa es, quizás, la más triste y peligrosa de las victorias de las fake news.

Manchamanteles
Las fake news, aunque asociadas principalmente al ámbito político y mediático, también han contaminado las aguas de la literatura, la música y la cultura en general, instalándose como una forma de narrativa distorsionada que compite con las ficciones legítimas. La literatura, que históricamente ha explorado la tensión entre verdad y mentira como una vía para iluminar la condición humana, se ve hoy eclipsada por relatos falsos que no buscan comprensión sino manipulación. En la música, artistas han sido blanco o emisores de noticias falsas que alteran su imagen pública, banalizando el arte en favor del escándalo. Y en el campo más amplio de la cultura, lo falso se convierte en mercancía simbólica: biografías inventadas, mitos urbanos, versiones distorsionadas del pasado que circulan como verdad en la era del algoritmo. La fake news no solo desinforma: ocupa el lugar de la creación cultural, la reemplaza por una simulación vacía que repite, seduce y disuelve el pensamiento crítico. Así, en un mundo donde todo puede parecer narrativo, lo falso se disfraza de arte, y la cultura se convierte en terreno de disputa entre la imaginación emancipadora y la ficción manipuladora.
Narciso el obsceno
Las fake news alimentan el narcisismo contemporáneo al ofrecer al sujeto una versión del mundo que confirma sus creencias, refuerza su imagen ideal y evita todo aquello que pueda confrontarlo con la duda o la diferencia.