Por. Boris Berenzon Gorn
El 24 de abril de 2025, Kiev despertó una vez más bajo el estruendo de la guerra. Misiles y drones rusos surcaron el cielo para luego abatirse sobre la ciudad, dejando un saldo trágico: al menos trece muertos y más de noventa heridos. Mientras las autoridades luchaban por contener una ofensiva que parece no conocer tregua, dos hermanas, Sasha y Olga Kurovska, se aferraban a las líneas digitales que aún les permitían entrelazar sus voces a la distancia. Sasha, desde Kiev, relataba el horror de los ataques y el pálpito constante de la muerte; Olga, desde París, respondía con la impotencia de quien observa la destrucción sin poder tender una mano concreta. Ambas compartían un temor común: la devastación de su país, la incertidumbre del mañana y, sobre todo, la desgarradora duda de si volverían a encontrarse.
Esta historia, contada a través de la correspondencia íntima de las hermanas y publicada por Le Monde desde 2022, se ha convertido en emblema de lo que la historiografía contemporánea denomina la historia cotidiana: aquella que no se escribe desde los salones del poder ni desde los partes de guerra, sino desde los espacios personales, familiares y emocionales donde la vida insiste en continuar a pesar del caos. Frente a la narrativa tradicional, centrada en batallas, tratados y discursos oficiales, la historia de Sasha y Olga nos revela el rostro humano de la guerra, inscrito en gestos mínimos, en palabras escritas al amparo del miedo, en la persistencia de lo afectivo como forma de resistencia.
¿Por qué volver la mirada hacia este relato en un momento como el actual? Porque el conflicto en Ucrania no puede comprenderse plenamente sin reconocer el impacto que produce en los entramados vitales de las personas comunes. La guerra no solo redefine fronteras: también transforma cocinas, dormitorios, silencios y memorias. En ese sentido, la historia cotidiana no es un mero trasfondo: es la esencia misma de lo que está en juego. La intimidad epistolar entre Sasha y Olga se convierte así en testimonio de una verdad mayor: que la historia no ocurre únicamente en los márgenes de los periódicos, sino en los corazones que laten bajo las bombas.
Recientemente, el presidente estadounidense Donald Trump ha propuesto un plan de paz que contempla concesiones territoriales, el reconocimiento de Crimea como parte de la Federación Rusa y la neutralidad de Ucrania como condición para su exclusión de la OTAN. Esta iniciativa, recibida con escepticismo tanto en Ucrania como en buena parte de la comunidad internacional, plantea interrogantes profundos sobre los principios que deben regir el orden mundial. Para muchas personas —incluidas las hermanas Kurovska— este tipo de propuestas no representa la paz, sino la capitulación disfrazada de acuerdo. La historia cotidiana nos recuerda que detrás de cada línea en un tratado internacional, hay miles de hogares desarraigados, familias fragmentadas y biografías suspendidas.
En ese mismo contexto, el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, afirmó ayer domingo estar dispuesto a reunirse “personalmente” con su par ruso, Vladímir Putin, en Estambul, tras una sugerencia de Estados Unidos sobre la necesidad de conversaciones directas para explorar una salida negociada al conflicto. Esta declaración introduce un nuevo matiz en el complejo escenario diplomático: por un lado, representa una apertura al diálogo; por otro, evidencia que cualquier acercamiento real debe incluir no solo la voz de los líderes, sino también la experiencia de quienes viven la guerra en su cotidianidad. Desde la perspectiva de la historia cotidiana, estas posibles negociaciones adquieren una dimensión ética insoslayable: ¿será escuchada la vida que resiste en las trincheras del hogar?
El presidente Zelenski ha reiterado que no puede haber paz sin el pleno respeto a la soberanía nacional y la voluntad del pueblo. Este rechazo parcial, aunque matizado por su disposición al encuentro, evidencia una desconexión persistente entre las decisiones políticas de alto nivel y la experiencia concreta de quienes viven la guerra en primera persona. Desde la perspectiva de la historia cotidiana, esta brecha es no solo política, sino epistemológica: ¿cómo se puede hablar de paz si no se escucha a quienes la esperan con los ojos enrojecidos por la vigilia? ¿Cómo puede construirse la democracia si se prescinde del relato de quienes ponen el cuerpo y el alma en medio de las ruinas?
Más allá del conflicto armado, la guerra en Ucrania expone una crisis más amplia: la fragilidad estructural de las democracias contemporáneas. La desinformación, la polarización y el descrédito de las instituciones han erosionado los cimientos del pacto democrático en muchas regiones del planeta. Esta guerra ha puesto de manifiesto que las democracias no solo pueden ser atacadas desde el exterior, sino también corroídas desde dentro por discursos populistas y estrategias que buscan dividir, desmovilizar o manipular a las sociedades. Desde el prisma de la historia cotidiana, estos procesos se manifiestan no en los parlamentos, sino en los cafés cerrados, en los libros censurados, en las conversaciones interrumpidas por el miedo.
Frente a este panorama, la correspondencia entre Sasha y Olga se erige como una lección de humanidad, resistencia y esperanza. Sus cartas son mucho más que una crónica de guerra: son un archivo viviente de la historia cotidiana, donde los pequeños actos —escribir, esperar, recordar— se transforman en gestos heroicos. A través de sus palabras, comprendemos que la democracia también se construye en lo íntimo, en el diálogo persistente, en el cuidado mutuo. El tejido democrático no se sostiene únicamente en instituciones formales, sino también en los vínculos de empatía, en la solidaridad cotidiana y en la capacidad de reconocernos en el dolor del otro.
La paz, nos enseñan estas hermanas, no puede imponerse como decreto, ni puede surgir de negociaciones que ignoran a quienes viven la guerra. La paz verdadera es una obra colectiva, tejida en la compasión, la justicia y la memoria. Se cultiva en los actos pequeños y persistentes de quienes, incluso bajo el estruendo de las bombas, eligen seguir escribiendo, soñando, esperando. Desde la historia cotidiana, la paz es también hacer pan en medio del hambre, escribir una carta mientras retumba la artillería, cuidar a un vecino que ha perdido a su familia.
En el caso de Sasha y Olga, la paz adquiere un carácter profundamente íntimo. Sus cartas no solo denuncian el terror, sino que preservan el lazo afectivo que las une, incluso en medio del horror. En esa resistencia epistolar se revela una verdad conmovedora: la guerra destruye cuerpos y ciudades, pero también intenta devastar los sueños. Sin embargo, mientras haya alguien dispuesto a nombrar el amor, la paz permanece como posibilidad. La historia cotidiana es también el terreno donde se libra la batalla por la esperanza.
Hablar de la historia de estas dos hermanas es hablar de nosotros mismos. En un mundo interconectado, las guerras lejanas se vuelven reflejo de nuestras propias vulnerabilidades. La guerra en Ucrania interpela a las democracias de todos los continentes, incluido México. No basta con declaraciones retóricas: la solidaridad internacional debe traducirse en compromiso activo, en defensa de los derechos humanos y de la justicia global. Y debe comenzar por el reconocimiento de esas vidas silenciosas que, como las de Sasha y Olga, conforman el corazón palpitante de la historia.
El impacto de los acuerdos geopolíticos no puede medirse solamente en términos estratégicos. Las decisiones como la propuesta de Trump repercuten directamente en la vida de personas concretas. Por eso, hablar de Sasha y Olga es recordar que cada tratado, cada concesión o retirada, tiene consecuencias reales que trascienden la retórica diplomática. Es dar lugar a una historia que ha sido, históricamente, marginada por el relato dominante: la historia de quienes no empuñan armas, pero defienden la vida todos los días.
Esta historia también nos obliga a preguntarnos: ¿qué tipo de paz queremos construir? ¿Una paz superficial, basada en el olvido, en la claudicación? ¿O una paz genuina, fundada en la verdad, la dignidad y la reparación? Este es un momento de inflexión histórica que nos exige no mirar hacia otro lado. Y es, al mismo tiempo, una oportunidad para repensar el lugar de lo cotidiano como fuente de conocimiento, resistencia y reconstrucción.
La paz en juego: reflexiones desde la intimidad de dos hermanas…
El testimonio de Sasha y Olga Kurovska se alza como un llamado ético que no podemos desatender. Entre el temor y la esperanza, entre el estruendo de la guerra y la quietud de la escritura, emerge una certeza luminosa: la paz no es solo el cese de hostilidades, sino un pacto humano que se construye desde abajo, desde lo cotidiano, desde la palabra compartida. La historia cotidiana, en este sentido, es no solo una forma de narrar, sino una manera de habitar la historia.
En tiempos de manipulación informativa y negociaciones que a menudo omiten las consecuencias humanas del conflicto, sus voces nos recuerdan que la paz que no respeta la soberanía y la justicia es apenas una impostura. No se puede llamar paz a la renuncia impuesta ni a la normalización de la injusticia.
México, país con una larga tradición en la defensa de la autodeterminación y la no intervención, debe asumir esta reflexión con especial cuidado. La solidaridad no puede ser una pose. Debe ser una ética. Y esa ética se cultiva también en lo pequeño, en la escucha activa, en el acto de escribir una historia que no olvide los nombres propios.
Recapacitar en las hermanas Kurovska es, en última instancia, detenerse en la humanidad. En lo que estamos dispuestos a defender cuando todo parece derrumbarse. En lo que queremos ser después de la guerra. Es también reivindicar el valor histórico de la vida común, de las mujeres que escriben cartas mientras caen misiles, de los niños que dibujan paz sobre ruinas, de quienes transforman el miedo en resistencia afectiva.Hoy, más que nunca, es urgente preguntarnos: ¿cuál es el mundo que deseamos legar? ¿Uno edificado sobre concesiones impuestas o uno que se funda en la dignidad irrenunciable de todos los pueblos?
Por eso debemos seguir hablando de Ucrania, no solo como conflicto geopolítico, sino como drama humano. Porque solo cuando las historias individuales son escuchadas, comprendidas y respetadas, la paz se vuelve verdaderamente posible. Y solo cuando la historia cotidiana es reconocida como fuente legítima de memoria, justicia y verdad, podemos aspirar a un mundo donde lo humano prevalezca sobre la violencia.