Por. Boris Berenzon Gorn
X: @bberenzon
En tiempos donde la comunicación se ha vuelto una hipnosis global y el yo, su fetiche más sofisticado, la muerte del Papa Francisco reabre un espacio inesperado para pensar —y resignificar— no solo el sentido del liderazgo religioso, sino la posibilidad misma de una comunidad que no esté estructurada en torno al dominio de la identidad, sino a la apertura radical hacia la alteridad. Lo que se despliega ante nuestros ojos no es simplemente un proceso de sucesión eclesial: es un rito suspendido, un umbral. Un momento donde la Iglesia Católica, cuerpo ritual por excelencia, debe enfrentarse no solo a su pasado inmediato, sino al Otro que llama desde fuera —y desde dentro— de sus muros simbólicos.
La inminencia del cónclave, como mecanismo litúrgico e institucional, podría leerse desde múltiples claves: política vaticana, geopolítica global, tensiones teológicas, espectro ideológico. Pero en el fondo —si aún existe algo así como un fondo no estatizado— el verdadero desafío es ético. Y es aquí donde la lectura de Emmanuel Lévinas se impone no como un ornamento filosófico, sino como una incomodidad estructural.
Lévinas no nos invita a comprender al Otro; nos exige ser desestabilizados por él. No hay en su obra ninguna concesión a la comodidad interpretativa. Su pensamiento es un llamado incesante a traicionar al yo. El Otro no es el espejo del yo ampliado, ni su complemento exótico. Es una herida. Una falta de simetría. Su rostro, desnudo e irreductible, no puede ser reducido a contenido. No hay saber que pueda asimilarlo sin violentarlo. Por eso la ética, en su sentido más radical, comienza con la renuncia: no soy primero sujeto y luego responsable, sino que solo soy sujeto en la medida en que me hago cargo de una deuda que no elegí, que no puedo saldar, y que me constituye.
En este sentido, la libertad moderna —esa que entiende al individuo como autónomo, soberano, dueño de su destino— se revela, en la óptica levinasiana, como una ficción peligrosa. “La libertad consiste en mantener la autarquía del yo frente al Otro”, escribió. Pero esa definición, sostenida como dogma cultural, colapsa ante el rostro que sufre. La presencia del Otro no puede ser un evento conceptual: es una conmoción ontológica.
Francisco fue —y no sin contradicciones— el primer pontífice contemporáneo que intentó introducir la categoría del Otro en la praxis eclesial, no como objeto de caridad, sino como sujeto de interpelación. El migrante, el pobre, los homosexuales, los divorciados, el olvidado: no como destinatarios de una moral sino como fuentes de una crítica viva. Su gesto más provocador no fue doctrinal, sino existencial: descentrar a la Iglesia de sí misma. Moverla —o al menos intentarlo— desde el eje doctrinario hacia las fronteras donde el rostro del Otro no es símbolo, sino grito.
Pero en un mundo que ha convertido incluso la compasión en mercancía, esa ética pastoral fue rápidamente neutralizada por el sistema simbólico global. Las palabras de Francisco se tornaron lemas de campaña; sus gestos, postales para Instagram. Incluso su figura, tan resistente a la pompa, fue absorbida en la lógica del branding espiritual. No fue vencido por los herejes, sino devorado por la estética de la empatía. Una estética que, como advertía Susan Sontag, puede ser el modo más sofisticado de la indiferencia.
El cónclave, en este horizonte, se presenta como el último vestigio de una liturgia política que aún conserva su capacidad de fascinación. Su historia —desde Viterbo hasta San Pedro— es una mezcla de encierro, maniobra y teología. Y, sin embargo, cada vez más, se parece a un espectáculo que simula profundidad mientras repite fórmulas agotadas. Su pastoral, lejos de ser símbolo, corre el riesgo de convertirse en performance sin afecto.
Lévinas nos recuerda que “el rostro del Otro desarma toda pretensión de suficiencia”. Frente a ese rostro, el rito no puede ser mera repetición, sino interrupción. El conclave, entonces, solo tendría sentido si se deja afectar, si deja de ser una maquinaria cerrada sobre sí misma para escuchar —no metafóricamente, sino éticamente— las voces que la Iglesia ha expulsado de su centro: las mujeres, los pueblos empobrecidos, los cuerpos disidentes, los creyentes no dóciles. No hay elección legítima que no surja de ese descentramiento.
Pero esa posibilidad es hoy, más que nunca, improbable. Vivimos en una cultura saturada de signos, donde la proliferación de discursos no implica una mayor comprensión. Se habla demasiado, se dice poco, y se escucha casi nada. En esta ecología del ruido, el rostro del Otro no desaparece: se vuelve invisible. La saturación produce indiferencia, y la indiferencia, amnesia ética.
La muerte de un Papa debería ser un momento de duelo, pero también de examen. No solo por lo que representó, sino por lo que aún no se ha hecho. No se trata de moralizar el rito, ni de reivindicar un sacro orden perdido. La tarea es más ardua: reconfigurar la celebración como un espacio de responsabilidad. Una pedagogía de la incomodidad. Un lugar donde el yo se retire, al menos por un instante, para que el Otro —no el símbolo del Otro, sino su cuerpo real— tenga lugar.
La fe, en esta clave, no puede reducirse a dogma ni a sentimiento. Es acción. Y actuar, en el sentido levinasiano, es dejarse afectar, es reconocer la deuda que cada vida lleva inscrita con vidas que no podrá nunca retribuir. Es preguntarse, en cada rito, en cada gesto, en cada elección: ¿quién queda fuera?, ¿a quién no le abrimos la puerta?, ¿quién no ha sido nombrado?
Frente al sentimentalismo banal que amenaza toda forma de espiritualidad, Lévinas propone un lujo radical: desear el bien del Otro sin poseerlo. No para salvarnos, no por recompensa, sino porque allí —y solo allí— comienza lo humano. No en la afirmación del yo, sino en su suspensión. No en la transparencia, sino en el temblor. No en lo visible, sino en la grieta.
Que el cónclave que se aproxima no sea un cierre, sino una apertura. Que no repita las lógicas de exclusión disfrazadas de unidad. Que interrumpa la comodidad, al menos por un instante. Y que, en medio del ritual, el rostro del Otro —ese que nadie quiere mirar— vuelva a surgir. No como amenaza, sino como promesa. Como herida. Como posibilidad. No hay redención sin comunidad. No hay comunidad sin responsabilidad. No hay responsabilidad sin rostro.

Manchamanteles
La literatura y las artes han abordado el cónclave como un espacio dramático donde se entrelazan poder, fe y misterio. Desde las crónicas barrocas hasta el cine contemporáneo, este rito ha sido retratado como un teatro donde lo sagrado y lo político colisionan. En Roma sin Papa de Guido Morselli, la vacancia del trono pontificio se convierte en una metáfora del agotamiento espiritual de Occidente, mientras que películas como Habemus Papam de Nanni Moretti o la reciente Cónclave (2024), dirigida por Edward Berger, exploran la psique y las tensiones internas del poder eclesial. Estas obras, aunque lúcidas, tienden a reproducir la lógica cerrada del ritual, enfocándose en la crisis institucional más que en la herida ética que lo atraviesa.
El arte ha imaginado el cónclave desde la ética del Otro, como la que plantea Emmanuel Lévinas. Rara vez se da lugar al rostro excluido: al migrante, la mujer silenciada, el creyente sin nombre. El verdadero desafío artístico no está en estetizar el rito, sino en interrumpirlo; en convertir la elección del uno en memoria de los muchos. Que las artes no repitan el encierro simbólico del cónclave, sino que lo abran: no como espectáculo de poder, sino como posibilidad de comunidad. Porque sin ese temblor, sin esa grieta que deja entrar al Otro, toda representación corre el riesgo de volverse bella, sí, pero éticamente vacía.
Narciso el obsceno
El cónclave, reflejado en las artes como espejo de poder y misterio, corre el riesgo de convertirse en un rito narcisista si olvida que su verdadera legitimidad no nace del consenso interno, sino de la capacidad de responder al rostro invisible del Otro que espera —afuera— ser reconocido.