Por. Boris Berenzon Gorn
En un momento en que se habla constantemente de una “posible guerra”, algunas de las lecturas actuales parecen responder a un llamado thanático, un impulso hacia la destrucción que, lejos de movilizarnos hacia una reflexión profunda, nos envilece. Este pesimismo cultural es una interpretación errónea de lo que verdaderamente está en juego. El malestar de la civilización no radica en la falta de energía de generaciones enteras, como muchos creen, sino en el desencuentro vital, en el abandono de propuestas que promuevan un compromiso real con el futuro. Hemos caído en la trampa de la gratificación inmediata, lo intrascendente y lo fácilmente digerido, un mundo superficial que elude la complejidad y la intensidad de vivir de forma plena. En este contexto, la posibilidad de un futuro pacífico no solo depende de soluciones rápidas, sino de una transformación profunda en la manera en que entendemos nuestra existencia colectiva, lejos de la ligereza que actualmente predomina. Estamos a dos generaciones de quienes vivieron la Segunda Guerra Mundial, sus cicatrices sus consecuencias sociales aún son vigentes y muchas de ellas irresolubles hagamos eco de una memoria fiel y contestaria a la guerra.
La cultura de y para la paz es el eje para la construcción de un futuro colectivo. La historia de la humanidad ha estado marcada por la constante presencia de la guerra. Este fenómeno, que ha ocasionado innumerables sufrimientos, divisiones y destrucción, también ha dado lugar a movimientos y pensamientos que abogan por la paz y la reconciliación. A pesar de los llamados a la paz, la guerra sigue siendo una respuesta frecuente a los conflictos, revelando la distancia entre quienes deciden la guerra y quienes la sufren directamente. Este fenómeno, presente en todos los tiempos, se ve reflejado, en la guerra de Ucrania, donde las tensiones geopolíticas globales continúan produciendo una crisis humana de dimensiones catastróficas. En este contexto, surge una reflexión vital ¿qué papel juega la cultura de paz en la construcción de un futuro colectivo donde la violencia no sea la respuesta?
El llamado a la paz, que ha sido respaldado por líderes de diferentes partes del mundo, como la presidenta de México, Claudia Sheinbaum. Al mismo tiempo el futuro presidente de Estados Unidos, Donald Trump, busca redibujar su imagen en busca de una solución inmediata al conflicto. Quienes buscan la paz hacen una lectura no solo como una retórica diplomática, sino como un compromiso vital de las naciones hacia la construcción de un mundo más justo, pacífico y solidario. Este llamado no se limita a las esferas gubernamentales, sino que también involucra a la sociedad civil, que tiene el poder de transformar las realidades mediante su participación activa en la cultura de la paz. La cultura de paz, entendida como un conjunto de valores, actitudes y prácticas que promueven la resolución pacífica de los conflictos y el respeto mutuo, se erige como el pilar fundamental para la prevención de la violencia y la creación de un futuro más armónico.
La guerra, como fenómeno que ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia, no solo tiene consecuencias geopolíticas, sino que impacta profundamente las estructuras sociales y la vida cotidiana de las personas. George Orwell, en su famosa reflexión: “toda la propaganda de guerra, todos los gritos y mentiras y odio, provienen invariablemente de gente que no está luchando”. Orwell asume que las estrategias comerciales buscan un camino ideológico para la guerra que proviene de quienes no están en el campo de batalla, de aquellos que no sufren las consecuencias directas del conflicto. Esta distancia entre los que toman las decisiones bélicas y los que padecen la guerra muestra cómo el conflicto se convierte en un juego de poder que deshumaniza a los involucrados. La historia de la humanidad, desde las grandes guerras mundiales hasta los conflictos contemporáneos, ha demostrado que, si bien los poderosos pueden dictar las reglas del juego, son las personas comunes las que padecen los horrores de la guerra.
A pesar de los esfuerzos diplomáticos de varios países, incluyendo la propuesta de México de promover el diálogo y la diplomacia, las potencias internacionales siguen alimentando la escalada armamentista. La reciente decisión de Estados Unidos de autorizar el uso de misiles ATACMS por parte de Ucrania ha generado nuevas tensiones, no solo entre las naciones directamente involucradas, sino también entre bloques de apoyo y oposición. Este tipo de decisiones pone en evidencia cómo las intervenciones militares, lejos de resolver los conflictos, los perpetúan, con consecuencias devastadoras para las poblaciones civiles. La intervención armada, en lugar de garantizar la paz, amplifica el sufrimiento humano y aumenta el riesgo de una guerra a gran escala.
Si la guerra ha sido una constante en la historia, la paz debe ser entendida como un esfuerzo consciente y proactivo por transformar nuestras relaciones sociales, económicas y culturales. La educación para la paz, entonces, se convierte en una herramienta indispensable para que las generaciones futuras sean conscientes de la importancia de la paz y trabajen activamente en su construcción. Como señala la presidenta Sheinbaum, la educación debe movilizar a las personas, motivarlas a ser actores en lugar de espectadores, a crear una pasión por la paz y a fomentar una cultura que rechace la violencia y la desigualdad. Educar en la paz es enseñar a las nuevas generaciones a resolver los conflictos mediante el diálogo, la empatía y la colaboración, en lugar de la confrontación.
El proceso educativo debe ir más allá de los contenidos curriculares; debe centrarse en formar individuos comprometidos con la justicia social, los derechos humanos y la solidaridad. De esta manera, la cultura de paz no solo se construye desde el ámbito político, sino que también tiene sus raíces en la educación de las personas, en su capacidad para reconocer las desigualdades, la pobreza y la opresión, y en su voluntad de trabajar por la equidad y el bienestar colectivo. El fomento de una educación que promueva la paz, la tolerancia y el respeto por las diferencias culturales es esencial para crear sociedades que vivan en armonía y cooperación.
México, con su tradición de no intervención y respeto por la autodeterminación de los pueblos, tiene un papel clave en la construcción de la paz no solo en el ámbito nacional, sino también en la escena internacional. Desde su postura firme de no involucrarse en conflictos bélicos y de promover la diplomacia como herramienta para la resolución pacífica de controversias, México se presenta como un ejemplo de cómo los países pueden contribuir a la paz global. En este contexto, las propuestas de México para la paz son claras: fomentar la educación para la paz, impulsar la diplomacia multilateral, promover el desarme y garantizar la protección de los derechos de los refugiados y las víctimas de la guerra.
El papel de México como mediador en foros internacionales, como las Naciones Unidas, ha sido esencial para que las voces de los países del sur global sean escuchadas en los debates sobre paz y seguridad. México ha instado a las potencias internacionales a abandonar la lógica de la intervención militar y a centrarse en las soluciones diplomáticas, recordando que la paz no se logra mediante la imposición de la fuerza, sino mediante el diálogo y la cooperación entre los pueblos.
A lo largo de la historia, las guerras han sido responsables de innumerables tragedias, pero también han generado reflexiones y movimientos a favor de la paz. La lección de obras literarias como Guerra y Paz de León Tolstói es clara: la guerra deshumaniza, trastorna las relaciones humanas y produce sufrimiento, pero la paz y la solidaridad ofrecen un camino hacia la reconciliación y la esperanza. En tiempos de conflicto, como el que vivimos actualmente con la guerra en Ucrania, es crucial recordar que la paz no es una opción secundaria, sino el único camino para un futuro más justo y equitativo.
La cultura de paz, entonces, debe ser entendida no solo como una meta, sino como un proceso continuo que involucra a todos los sectores de la sociedad en el que confluyen gobiernos, instituciones, comunidades y ciudadanos. La paz requiere de una profunda transformación cultural, de una educación que enseñe a vivir en armonía con el otro y con el entorno, y de una diplomacia que ponga en el centro el bienestar común por encima de los intereses egoístas. Solo así podremos construir un futuro en el que las generaciones venideras no tengan que heredar los horrores de la guerra, sino el legado de la paz y la cooperación.
La cultura de paz es el árbol naciente para fundar un bosque colectivo en el que la violencia no tenga cabida. México, con su tradición de no intervención y su compromiso con la diplomacia. el desafío es global pues solo a través de la educación, el diálogo y el respeto mutuo podemos avanzar hacia un mundo en el que la paz no sea solo un ideal, sino una realidad palpable para todos.