martes 03 diciembre, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

RIZANDO EL RIZO: Aristas del cubo redondo

Por. Boris Berenzon Gorn

 

A raíz del artículo que publiqué ayer sobre el reciente affaire entre John Banville y Han Kang, quedó en evidencia cómo la prensa y las redes sociales amplificaron el comentario de Banville. En él, sugería que debía retirarse el Premio Nobel de Literatura a la escritora surcoreana por no celebrar el galardón, un episodio que resonó significativamente, revelando que no era una simple discrepancia literaria. Este incidente expone una visión colonialista y eurocéntrica que sigue impregnando el ámbito literario y cultural, una perspectiva que persiste en ciertos círculos, incapaces de aceptar la diversidad de expresiones y actitudes que desafían las convenciones occidentales. Exploré cómo la postura de Banville no es un caso aislado, sino que refleja una tendencia más amplia de supremacía cultural occidental, que busca invalidar lo que no sigue las normas establecidas por el canon literario europeo.

Sorprendentemente, tras la publicación, recibí respuestas de cuatro lectores amigos que, de manera simbólica, ofrecieron diversas reflexiones. Cada una de ellas revelaba una faceta del “deber ser” en nuestra sociedad actual. Ana Galicia, una colega, expresó: “Me deja pensando sobre muchas aristas del cubo redondo. Dar para recibir un gracias. Entonces, mejor no des.” Ana, que trabaja en los medios de comunicación y por ello sabe del imaginario que se juega en los mismos, hizo un comentario más reflexivo: “Me deja pensando sobre muchas aristas del cubo redondo”. La grandeza o el talento de alguien nadie lo quita, aunque nos guste o no su personalidad o sus modos, que para bien del arte pertenecen a otra categoría. Se revela algo más profundo: la eterna tensión entre la obra y el creador, entre el genio y la persona. A menudo confundimos la apreciación del talento con el juicio sobre la personalidad. Esta es una disyuntiva clásica que aún permea la discusión cultural, donde muchas veces se evalúa al autor desde una perspectiva moral o social, y no a partir de la calidad de su obra.

Laura Huéramo, una maestra ejemplar, exdirectora del Colegio Madrid, coincidió con mi idea, mostrando cómo en el ámbito educativo, donde se enseña a construir criterios de análisis crítico, también se perciben estas tensiones culturales. 

Jesús Olguín, médico de gran trayectoria y de una vitalidad de gigante compartió su acuerdo, recordando que la cultura y el arte, al igual que la medicina, son espacios donde las ideas y la interpretación de la vida se entrelazan con el deber ser.

Finalmente, Angelina Cue, destacada abogada de abogadas comentó con firmeza: “Tienes toda la razón”. En su respuesta percibo el eco de lo que representa el derecho: la lucha por la equidad y la justicia, incluso en el ámbito de la cultura, donde la crítica hacia lo “diferente” o “ajeno” a veces refleja desequilibrios de poder más amplios.

Más allá de la gratitud que siento por estas respuestas y la inevitable satisfacción del ego —porque uno escribe para ser leído y para expresar lo que siente, como la botella de un náufrago lanzada al mar— lo que me parece verdaderamente interesante es lo que esto revela sobre nuestra sociedad. Estas respuestas reflejan un síntoma que va mucho más allá de Banville y Han Kang. Muestran cómo estamos atrapados en una narrativa de “buenas formas” y “corrección política”, una narrativa que, aunque surgió como un necesario contrapeso a siglos de hegemonía cultural y patriarcado, ha comenzado a mostrar sus propios límites. Este modelo de lo políticamente correcto, que en su origen buscaba justicia y equidad, ha comenzado a encerrar el lenguaje, a civilizar los impulsos creativos y a limitar la autenticidad de la expresión. Lo vemos en el trabajo, en la vida cotidiana, en la intimidad de nuestras relaciones personales, y sin duda también en el ámbito literario.

Lo que incomoda de esta corrección política es que muchas veces parece una imposición externa, una forma ajena que se infiltra en nuestros espacios más privados, dictando cómo debemos comportarnos, hablar y qué podemos o no decir. La vida se reduce a un conjunto de reglas preestablecidas que, en su búsqueda de equidad, olvidan la importancia de lo espontáneo, lo visceral, lo humano. Nos enfrentamos, como decía Carlos Fuentes en su novela Las buenas conciencias (1959), quien muestra una tensión entre la moral impuesta y la realidad de nuestros impulsos. Jaime Ceballos, el protagonista de Fuentes, vive esta lucha entre la pureza que ansía y la realidad de su juventud ardiente. Esta dicotomía, entre la norma social y los impulsos individuales, entre el deber ser y el ser, sigue vigente hoy, no solo en lo personal, sino también en la cultura.

Si miramos hacia la contracultura, por ejemplo, fue un acto de rebeldía ante este mismo deber ser. En su tiempo, puso en duda las estructuras de poder, las normas morales y las jerarquías culturales. Sin embargo, hoy parece que nos enfrentamos a una nueva forma de imposición, la del discurso políticamente correcto, que a menudo ahoga lo que debería ser un espacio de libertad y creatividad.

No se trata de negar la importancia de este cambio. La corrección política surgió como una respuesta necesaria a un mundo lleno de injusticias, desigualdades y exclusión. Pero este modelo, como todos, ha llegado a un punto crítico. Se está tocando fondo porque no permite el florecimiento de la espontaneidad, de las pasiones, de la intensidad de la vida misma. Al intentar regular lo que es humano, corre el riesgo de sofocarlo.

La pregunta entonces es: ¿cómo encontrar un equilibrio? ¿Cómo podemos mantener lo mejor de la corrección política —su lucha por la justicia, por la equidad, por la dignidad de todos— sin sacrificar lo más valioso de la experiencia humana, que es lo espontáneo, lo creativo, lo auténtico? Tal vez la respuesta esté en un nuevo consenso, en un espacio donde ambas realidades puedan coexistir. Porque, como bien lo sabemos, algo se está moviendo en nuestra sociedad, y es en ese movimiento donde reside el síntoma de un cambio inminente. El entusiasmo con el que se recibieron mis comentarios muestra cómo estas reflexiones pueden resonar en quienes han vivido o percibido la exclusión cultural y social. 

¡Estamos hasta la madre de ese deber ser sistémico y fallido! Mejor actuemos desde la ética del deseo y apostemos a la coherencia de forma y fondo. Seamos, en lugar de solo aparentar.

 

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