La misión era: salvar las galletas.
Prometió que se portaría bien. Despidió a su madre con la mejor de sus sonrisas y cerró la puerta con una sola idea en mente: recuperar las galletas atrapadas en esa hermosa caja de metal dorado, que en la tapa, en relieve, mostraba reproducciones de las variedades que escondía en su interior: pastitas de chocolate, fresa, pasas y la mejor de todas, la de vainilla con centro de mermelada de chabacano.
Era el regalo que le había enviado el príncipe del castillo pero los guardias –sus padres– la habían robado y ahora ella entraría al rescate.
Debía actuar rápido. Su mamá –o el jefe de los custodios– sólo estaría ausente por una hora. Subió a su recámara corriendo mientras de un tirón se deshizo del moño rojo y la liga que sostenían la insoportable colita de caballo que no la dejaba pensar con claridad.
Se quitó los pantalones de mezclilla, la playera y buscó ansiosa el vestido azul de princesa con el que emprendería el salvamento de las galletas.
En el baño encontró su diadema plateada y en calcetines bajó a toda velocidad hacia la cocina. Ahí fueron confinadas las pastitas, en lo alto de una torre de madera forrada de un material blanco brillante y en el que guardaban celosamente todos los víveres del castillo bajo llave. Pero no la caja. Por alguna extraña razón, la habían dejado afuera, eso sí, inalcanzable para la Reina, que no podría utilizar las repisas de la torre a modo de peldaños para llegar a su objetivo.
—Nada es imposible para la Reina Margarita… No desesperes, tesoro mío, yo te salvaré– prometió la niña posesionada por un espíritu medieval.
Observó alrededor. La cocina impecable. Parecía que había entrado al polo norte. Los azulejos, compartimentos, la barra, los bancos, hasta los platos eran del color de la nieve, al igual que el piso. Patinó de un extremo a otro del lugar sintiéndose una bailarina, dando giros y levantando una pierna y luego la otra. Hizo una reverencia y recibió los aplausos silenciosos del mobiliario y el tic-tac del reloj de pared circular que colgaba justo a un lado del objeto de su deseo, reconociendo su actuación.
—Gracias amigos, gracias.
Miró las manecillas. Las cinco y veinte. No perdería más tiempo deleitando a su público. Buscó la escoba, su compañera de batallas. ¿Dónde la habrían metido? Quizá la enviaron al patio a descansar. Intentó abrir la puerta que conducía hacia esa zona, la jaloneó hasta que se dio cuenta de que también tenía puesto el seguro.
Hizo una mueca de molestia. Empezó a desesperarse. No quería, pero al parecer era la única opción. Los pesados bancos de hierro forjado, tan altos como ella, tendrían que ayudarla.
—Vamos compañeros, ¡al rescate!– ordenó y arrastró con dificultad a uno de ellos que estaba colocado debajo de la barra.
Con el esfuerzo, la diadema fue cayendo hasta la altura de sus ojos, así que con una mano la detuvo sobre su cabeza mientras que, con la otra, logró jalar a su soldado imaginario y apostarlo junto a la torre.
—Con cuidado Mago– se dijo repitiendo las recomendaciones de su madre.
Nunca, hasta ese momento, se dio cuenta de que el banco sólo tenía cuatro patas y ningún palo intermedio en donde pudiera apoyarse para subir al asiento.
Tic-tac-tic-tac.
—Pero no lloren galletitas, yo las salvaré.
Con las manos sobre el cojín del banco se impulsó y sonrió de gusto cuando sintió que su rodilla izquierda tocó el asiento forrado de polipiel. No tuvo fuerzas suficientes para mantener el equilibrio y resbaló. Casi llora cuando vio el raspón que se hizo con el filo del banco, aunque como no tendría a quién conmover en ese momento, postergó su chantaje.
Tic-tac-tic-tac.
Lo intentó dos veces más y ahora sí lloró aunque fuera sin testigos. Echó otro vistazo alrededor. Vio su diadema de princesa tirada a un lado de la barra. Pensó que mejor se la pondría ya con las galletas en mano. Siguió buscando. Alguno de los habitantes de su reino tendría que ayudarla… no había nadie ni nada que agilizara el rescate.
Respiró resignada mirando al banco.
—Soldado, sólo estamos tú y yo.
Apoyó las manos sobre la superficie suave y blanca, dio un gran salto y ahora sí, las dos rodillas quedaron sobre el asiento del banco que con el peso y la presión sobre él, se tambaleó un poco.
–¡Ay mamita! ¡Soldado, firmes!– dijo nerviosa y triunfante con el corazón latiendo a toda velocidad y esperó a que su súbdito recuperara el equilibrio.
Se quedó en cuclillas y miró hacia abajo. Estaba tan alto… Miró hacia arriba y ahí, reflejando el brillo del sol de las cinco cuarenta de la tarde, la caja de oro. Los ojos color miel se iluminaron.
—Ven amigas, ya casi llego– y una enorme sonrisa por fin apareció en su rostro.
Se puso en pie y dirigió un discurso a sus súbditos imaginarios:
—Yo, la Reina Margarita, he venido a rescatar a las galletas–damas. Les ordeno que una vez a salvo, nadie las toque, sólo yo podré hablar con ellas ¿entendido?
—Siiií– respondió con otra voz la niña emulando a sus súbditos.
Sólo el reloj mostró su rebeldía: tic-tac-tic-tac.
Mago le lanzó una mirada de desprecio. Tardó un minuto más en descifrar la hora: la manecilla de las cinco seguía en su lugar, pero la otra, la grande, indicaba que tenía sólo cinco minutos antes de que los guardias regresaran.
Suspiró. De nuevo volteó hacia su vasto reino, hizo una reverencia, tan inclinada que el banco volvió a tambalearse. Se agachó para no caer y en voz baja le susurró al soldado de hierro que no se pusiera nervioso, “ya casi acabamos”.
La niña alzó los brazos y con las puntas de los dedos apenas rozó el metal anhelado. Pujó un poco. Se paró de puntitas ganando unos centímetros y repitió el movimiento. Otro pujido. Tic-tac-tic-tac.
Un pasito adelante, hasta quedar en la orilla del asiento. Logró que los dedos de las manos hicieran contacto con la caja y la deslizaron un poco hacia afuera de su prisión.
Tan… tan… tan…, las campanadas del reloj de pared anunciaron que el tiempo se había agotado.
La reina miró a su enemigo asustada. Justo en ese momento escuchó que insertaron la llave en la cerradura de la puerta de la casa. El latido del corazón se intensificó y se combinó con el sonido del reloj. Tic-pum-tac-pum…
Lo arriesgó todo. Dio un pequeño salto y recuperó la caja. La abrazó con fuerza y ya no la soltó mientras volaba y sus ojos color miel se abrían cada vez más. Tic-tac, seguía volando. El banco y su cabeza golpearon al mismo tiempo el suelo que, segundos después, cedió un poco de su blancura para abrir paso a un río color cereza, un rojo tan intenso como el deseo de la reina Margarita. Tic-tac.
Narradora, Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.