Por. Ivonne Melgar
México concentra los reflectores del mundo por su exitosa revolución paritaria en el acceso al poder, colocándose con una primera Presidenta a la vanguardia de Norteamérica.
Se trata de una espectacular formalidad numérica en los cargos de elección popular, aun cuando tras de sí persista la desigualdad estructural entre hombres y mujeres.
Es un rezago que dolorosamente carga con el peso de la violencia feminicida, psicológica, verbal, política y digital que afrontamos en todos los frentes.
Ese lastre no impide reconocer que la cosecha electoral de 2024 es la de una larga siembra de cambios culturales que nos permite contar con 13 gobernadoras en funciones y electas; decenas de presidentas municipales y ocho nuevas alcaldesas en la CDMX.
Y a una década de que el principio de la paridad se incorporó a la Constitución, de los 628 escaños de la próxima legislatura, 313 serán de senadoras y diputadas emplazadas a construir respuestas frente a la brecha salarial de 23% en detrimento del poder del monedero de las mujeres; los deudores alimentarios que por millones andan sueltos; el desconsuelo de las madres buscadoras, o de hijos adictos o con enfermedades que discapacitan y el olvido de los huérfanos del feminicidio y la violencia criminal.
Por eso cuando hablamos de alternancia de género en el poder, ante el triunfo de Claudia Sheinbaum en la Presidencia de la República, necesitamos reclamar cambios obligados en el ejercicio del poder. Y no se trata de reclamar rupturas ni de romantizar la llegada de una mujer a la jefatura del Estado mexicano. Porque bien sabemos que esta elección fue un plebiscito en torno al presidente López Obrador, un líder político que nunca ocultó a quién quería como sucesora para heredarle las tareas faltantes de su proyecto.
De manera que después de seis años de comunicar sus afanes, deseos y aspiraciones, podemos concluir que el mandatario supo convencer a casi 36 millones de ciudadanos de la continuidad de su gobierno en manos de Sheinbaum.
Asumir esa verdad consensuada no significa minimizar la capacidad, trayectoria y méritos electorales de la Presidenta electa. Están a la vista.
Pero tampoco podemos ignorar que, aun cuando los estudiosos del sistema político mexicano afirman que en éste sólo cabe un titular del Ejecutivo federal, la voluntad popular depositada en las urnas avaló esa peculiar condición de una primera mujer Presidenta, respaldada por su impulsor y mentor.
¿Esto significa que habrá un Maximato, un poder tras del trono, un control remoto desde Palenque hacia Palacio Nacional? Sólo el tiempo.
Asistimos a un escenario tan inédito como incierto, en el que no cabrían las caricaturizaciones del pasado.
Lo sabido es que ya se habla de cambio de régimen ante el desdibujamiento del sistema tradicional de partidos y, con éste, el de la oposición.
Lo evidente es que avanzamos hacia una reconfiguración del Estado mexicano en el que la voluntad presidencial no tendrá límites ni obstáculos en el Congreso, porque así lo determinaron los votos.
Y es ya indiscutible que, con ese aval de la soberanía popular, el Presidente saliente y la Presidenta electa podrían descabezar en septiembre próximo el Poder Judicial.
Ante este escenario sin precedentes resultan ociosos los cuestionamientos, chistes y memes respecto a que López Obrador no deja ser a Sheinbaum o que ella debería soltarse de la mano de él.
Esa simbiosis propia del proyecto político que ambos reivindican no debería, sin embargo, ser obstáculo para aspirar a que, en los hechos y paulatinamente, la Presidenta electa cumpla su palabra de “vamos a gobernar para todas y para todos”.
Si esa promesa no es de papel, estaríamos esperando para octubre los primeros pasos de la desnormalización de la violencia criminal y que se desmonte la red de violencia patriarcal digital y de propaganda que desde el oficialismo se activa cotidianamente en contra de los críticos, con acento en las mujeres, incluyendo a la candidata presidencial perdedora.
Si esa promesa no es discursiva, la Presidenta electa deberá abstenerse de evitar que en la calificación del proceso electoral quede el registro de la intromisión ilegal que López Obrador protagonizó. Es por el bien de todas las que vendrán.
Y si esa calificación se realiza con los lentes violeta de la magistrada presidenta Mónica Soto, desde la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, esa calificación deberá incluir la sentencia que este jueves dictó la Sala Especializada concluyendo que el jefe del Estado mexicano cometió violencia política de género en contra de Xóchitl Gálvez.
Fue tramposa e irresponsable la dilación del Tribunal Electoral de patear el bote 10 meses después de la denuncia de la candidata opositora. Quedará como un ejemplo más de la violencia institucional misógina que afrontamos.
Pero aun queda un resquicio para que cumpla con su misión constitucional.
Y no se trata de romper con el líder político ni de cuidarse de él, sino de enfrentar al patriarcado y sus excesos que a todas vulnera.
Porque es tiempo de mujeres que le digan (y que le digamos que) no a la misoginia; a la que pretendió hacer creer que Xóchitl Gálvez era un títere de la partidocracia y a la que ahora intenta relativizar el poder de la Presidenta electa.