sábado 23 noviembre, 2024
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BORIS BERENZON GORN COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«RIZANDO EL RIZO» Palabras, historias y narrativas: rompiendo la hegemonía

Por. Boris Berenzon Gorn

“Los científicos dicen que estamos hechos de

átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos

hechos de historias”. 

Eduardo Galeano

 

El momento en que vivimos es especialmente sensible al flujo de las palabras; las construcciones discursivas van y vienen en todos los espacios de nuestra vida y se replican con asombrosa viralidad en tiempos de la web 2.0 y el predominio de las redes sociales. Hemos trascendido la palabra escrita, una vez más, como si la oralidad y la musicalidad se negaran a ser sacadas de la trama, como si no hubiera más remedio para la humanidad que ser partícipes de los sonidos del habla, de los gestos y la presencia. Las redes se han encargado de recuperar y transformar nuestra nueva oralidad.

Sin embargo, las narrativas que nos atraviesan son cada vez más difusas, con Bauman diríamos “líquidas”, y se nos escurren irremediablemente de las manos, quizá más bien como un vapor incontenible. Narramos todo el tiempo; la palabra traza redes y las redes se convierten en momentos; los momentos en historias y las historias en verdades que se anulan entre sí. Habitamos tiempos donde la verdad absoluta dejó de tener valor y donde los discursos son permanentemente puestos en duda. Tal vez porque nos hemos agotado de las palabras, necesitamos también estabilidad económica, seguridad, justicia, salarios dignos acordes con el trabajo realizado y espacios desde donde la reflexión tenga el poder que se adquiere con la fuerza del cambio social.

Con todo, la palabra tiene más poder de lo que suele concedérsele, y para ser justos, atraviesa las condiciones materiales y es su condición de posibilidad. No estamos negados a los saberes, pero el momento histórico que nos atraviesa exige sí o sí un cambio de paradigma, asumiendo que el desgastado paradigma kuhniano pueda ser usado simplemente como sinónimo de inercia, del potencial de construir saberes nuevos abandonando los viejos modelos y creando diálogos que en otros momentos pudieran haber parecido descabellados o hasta impensables.

Conocer, comprender y saber son acciones que dependen del momento del que se desprenden, y he aquí la importancia de las palabras, del análisis crítico de nuestras narrativas en favor de una inadvertida metamorfosis para caminar hacia un devenir incierto. Lo que sabemos tiene fecha de caducidad, está dado por el momento en que se construye y atravesado por palabras, más bien, por preguntas, por las respuestas que imaginamos y que se implican en lo que dudamos, por los prejuicios que condicionan lo que podemos saber. Y es que no siempre estamos abiertos a encontrar y los saberes terminan convirtiéndose en meros actos de constatación.

Es un problema de tiempos antiguos, una herencia de la siempre bienvenida entre los científicos, pasión por comprobar hipótesis, que puede ser tan constructiva como limitante. Para ejemplificarlo basta un ejercicio de imaginación. Imaginemos pues que vamos pasando por fuera de una casa, luego escuchamos un maullido y enseguida miramos la punta negra de una cola asomándose por la ventana y desapareciendo súbitamente. En la casa hay mil gatos, pero solo uno es negro y en ese preciso momento todos permanecen callados. Luego nos encontramos con la propietaria de la casa en el jardín y le preguntamos ¿hay un gato negro dentro de su casa?, ella asiente sin dudarlo y nos vamos satisfechos creyendo haber resuelto el misterio del gato. Desafortunadamente, si lo que pretendíamos saber era de dónde provenía aquel maullido, o si había más de un gato dentro de la casa, la hipótesis resultará ser insuficiente, no porque sea incorrecta, sino porque no hemos tenido elementos para formular una pregunta lo suficientemente certera que nos permita comprender.

Un ejemplo tan rústico como el anterior no pretende ni de cerca desmentir la importancia de formular hipótesis, sino evidenciar las omisiones netamente humanas a las que nos conducen las palabras y la necesidad de poner en duda nuestras narrativas para reflexionar sobre cómo construimos aquello que creemos saber. Lo he dicho una y mil veces, las ciencias del siglo veintiuno serán transdisciplinarias o no serán. Urgen respuestas sobre la racialización, la discriminación, los feminismos, las minorías sexuales, las desigualdades y violencias sistémicas, la democracia, las migraciones, las infancias. Urgen respuestas, es cierto, pero sobre todo urgen preguntas. Preguntas capaces de deshuesar el problema y mostrarnos el origen de los discursos de odio, de la replicación constante y cuasi psicótica de la violencia, la proliferación del odio en el mundo, la decepción, la tristeza.

El modelo del capitalismo salvaje y posmoderno, por admitir conceptos que a todas luces parecen insuficientes, crea el conocimiento en función de su capacidad para la producción de bienes materiales, por lo que no debería sorprendernos su desdén por los problemas filosóficos, históricos y sociales. Y qué decir de los problemas emocionales y mentales, del arte en todas sus manifestaciones, desde la literatura hasta la música, la danza, el teatro. Las formas de experimentar lo humano se han acotado al nivel de un espectáculo que puede comprarse y venderse, y a menudo la profesionalización se despoja de la necesidad contemplativa, de la libertad de creación, pues se somete ante las necesidades vitales de poder llevar el pan a la mesa.

Los saberes que no crean objetos o servicios directos se incorporan al sistema como artefactos ornamentales en los programas públicos o como una salida adecuada y elegante para la evasión fiscal en la forma de fundaciones que inundan los espacios de la iniciativa privada, y que al instrumentalizarlos terminan por despojarlos, dejarlos sin sentido propio y cambiar su alma por una sonrisa cortés que cobra el boleto de entrada. Además, hay una clara desvinculación entre quienes fomentan la investigación con fines materiales y la atención de las necesidades más apremiantes de la sociedad: crear saberes, con todos los criterios apropiados para la academia, es ganancia para el autor de un estatus, del reconocimiento de sus pares y el goce de una economía financiada por la iniciativa privada o el Estado; pero que el grueso de la población se vea favorecido por ella es cuestionable y hasta poco creíble.

Para que la situación encuentre una salida, al menos una superficial e inmediata, es preciso que los saberes dialoguen entre sí, que se abandonen las jerarquías y que se incorporen el encuentro de diversidades y culturas, buscando no la construcción de verdades absolutas, sino la democratización de la duda planteada desde perspectivas diversas. Lo verdaderamente apremiante en lo referente a la producción del conocimiento está en sentar las bases de un encuentro de perspectivas que permita replantear lo conocido y escudriñar con nueva perspicacia aquello que se busca conocer.

Ese diálogo no solo debe llevarse a cabo en los espacios académicos, requiere encumbrarse en las necesidades sociales, en la realidad de quienes existen y se superponen a través de palabras en horizontes de pensamiento, pero también de estar en el mundo mediante las necesidades más básicas y elementales de la existencia y que la academia suele ignorar porque no son precisamente glamorosas. El conocimiento y la palabra están atravesados por la pobreza, la desigualdad, el hambre, la injusticia, la violencia, el temor. Palabras, historias y narrativas deben converger en búsqueda de la mejoría social de las mayorías, pues el bienestar solo puede alcanzarse cuando se identifican las necesidades y se generan soluciones empleando los saberes y no viceversa. Paradójicamente, en nuestro tiempo se dedica poco tiempo a solucionar los problemas sistémicos y demasiado a inventar nuevas necesidades.

Las salidas no son fáciles, pues como siempre, encontrarlas implica moverse, y no hay nada más complicado para un monolito que transformar su energía potencial en cinética. Por fortuna, la palabra no es sino movimiento, y aunque el cauce pareciera haberse instalado en una sola inercia, es posible reconfigurar su tránsito replanteando sus bases y ejerciendo el pensamiento crítico. Las palabras permiten ejercer poder, pero si tan solo las repetimos, seguramente es porque el poder lo está ejerciendo alguien más.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

A mis lectores comparto un poema de Luis Gonzaga Urbina:

Herido voy, herido; no me alienta

la muchedumbre que en el circo clama,

y entona canto a la verde rama

que allí en la sien del vencedor se ostenta.

 

La misma multitud es la que afrenta

al que, en la lucha desigual, se inflama,

y al fin sucumbe, sin honor ni fama,

la espada rota y la cerviz sangrienta.

 

Yo entré a la lid intrépido y gozoso.

Los muertos te saludan, dije al mundo.

Miré a las fieras; me sentí coloso:

 

luché; me hirió la duda en lo profundo,

y entre el polvo del carro victorioso,

ya ruedo por la arena, moribundo.

 

Narciso el obsceno

¿Terapia? Sí, probablemente, pero primero devuélveme el libro que te presté.

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