Por. Boris Berenzon Gorn
“Cualquiera que sea la imagen que cada uno se hace de una
vida realizada, este colofón es el fin último de su acción”
Paul Ricœur
La memoria es el afrodisiaco del vórtice de la presencia. Han pasado 110 años desde el nacimiento del famoso filósofo francés Jean Paul Gustave Ricœur, quien llegó al mundo el 27 de febrero de 1913 y nos abandonó físicamente el 20 de mayo de 2005, dejando detrás de sí un legado que se niega a desaparecer de la memoria y ante el dolor de la comunidad académica a la que transformó convirtiéndose en un referente. Para los estudios históricos su obra también marcó un antes y un después en torno a la narratividad de la historia, pues Paul Ricœur proporcionó al quehacer del historiador herramientas conceptuales que permitieron admitir algo que los pensadores ingleses y sus predecesores franceses venían sugiriendo: que la historia y la literatura tienen puntos de inflexión y que narrar la coexistencia es un modo de racionalizarla.
Ricœur no dudó en apologizar sobre el “carácter narrativo de la historia” en su famosa obra Tiempo y narración. La principal aportación que Ricœur desarrolló fue considerar el impacto que tiene seguir un relato como parte de una serie de aprendizajes comunes. Hablar del acto de seguir una narración y con base en las tesis del filósofo escocés Walter Bryce Gallie, Ricœur introduce una explicación coherente al carácter de la narrativa en la historia, que encumbra el papel de la persona que recibe este relato. Para el filósofo, el hecho de seguir una historia consiste en comprender las acciones, los pensamientos y los sentimientos sucesivos que se desarrollan en una dirección concreta: el devenir de la historia nos impulsa a continuar y respondemos a dicho impulso mediante expectativas que se refieren al comienzo y al final de todo el proceso. Pero el «final» de la historia no puede ser deducido ni predicho, por lo que hay que seguir la historia hasta sus cuantiosos desenlaces.
El carácter de la historia como relato depende no sólo de contarla partiendo de las acciones de los personajes “representados en situaciones que cambian” frente a una “prueba” a la que se responde de tal o cual manera y se llega a una conclusión, sino además del acto mismo de mantenerse atento a la historia, leerla, escucharla, recibirla. Al respecto podemos considerar varios puntos interesantes. El primero se refiere al papel que cumple la persona que sigue un relato, pues se convierte en sujeto histórico activo, desarrollando una dimensión de su propia historicidad. No se trata de un sujeto pasivo que escucha, sino de alguien que además crea para dar cuenta de su vigor.
Si es verdad que existe una línea límite entre una interpretación aberrante y una acertada con respecto al común de las interpretaciones emitidas por personas que comparten un contexto histórico determinado, en toda interpretación existe también algo de imaginación. Esta imaginación actúa en el sentido de la mímesis aristotélica, pues ninguna interpretación copia la realidad, sino que funciona de manera creadora. De tal manera el acto de seguir una historia es también un episodio que produce significado. A propósito, Ricœur proporciona una de las más grandes aportaciones al ejercicio de la disciplina en la medida en que toma en cuenta el papel de sujeto de quién es capaz de seguir una historia—tratándose tanto de un relato como de la disciplina—por lo que la historia es un oficio que, como la literatura, requiere narrarse a sí misma de una y varias maneras.
Ahora bien, la necesidad de las dimensiones de temporalidad y espacialidad en la narración hace que no podamos predecir el final de algo que no ha ocurrido y que la historia tenga, necesariamente, que hablar de sucesos ocurridos antes del momento en que se explican, siguiendo un orden cronológico, aunque no necesariamente estricto. Ricœur considera la distentio animi de San Agustín como el “fruto de la dialéctica que existe entre el recuerdo, la atención y las expectativas” que para él es “el principio del acto narrativo, a saber con la extensión que posibilita el desarrollo de la historia”, mismo que la crítica estructuralista y la filosofía analítica de la historia han buscado eliminar para hacer paradigmas intemporales.
Uno de los aspectos que Ricœur considera “universales” y que se contrapone claramente a los argumentos antinarrativistas de estructuralistas y positivistas es que en todo relato existen dos dimensiones; una cronológica y otra atemporal: “podemos llamar a la primera la dimensión episódica del relato […] Pero al mismo tiempo la actividad de contar [consiste] en elaborar totalidades significativas a partir de los acontecimientos dispersos. […]El arte de contar, por tanto, así como su contrapartida, el de seguir una historia, requieren que seamos capaces de obtener una configuración de una sucesión.”
Aquí tenemos otro aspecto de la contribución de Ricœur a la disciplina histórica. Se trata del hecho de considerar que ésta no es solamente una serie de acontecimientos que se suceden cronológicamente, sino que debe “combinar lo secuencial y lo configurativo”. Es decir, aceptar la narratividad de la historia implica comprender que su carácter explicativo no se subsume a la simple enunciación sucesiva, sino que es capaz de formular categorías y conceptos y establecer totalidades a partir del análisis previo, con el fin de poder re/significar un momento histórico dado.
La dimensión configurativa de la historia pone a prueba la capacidad del historiador para construir interpretaciones nuevas, acordes con las exigencias de su contexto social en la medida en que, como lo afirma Ricœur, la experiencia de los seres humanos es una rutina común. Éstas dos dimensiones parecen innegables, son la prueba fehaciente de la investigación que se produce factualmente. Finalmente, en una evaluación general de la tesis de Ricœur hay que considerar el grado de similitud entre la historia y la ficción, tomando en cuenta su carácter referencial, o en las palabras del autor, de maneras distintas ambas refieren a nuestra “«historicidad», es decir al hecho fundamental y radical de que elaboramos la historia, de que nos encontramos en ella y de que somos seres históricos”.
En este sentido Ricœur se refiere a la complementariedad entre la historia y la ficción: “Necesitamos el relato empírico y el de ficción para poder llevar al lenguaje nuestra situación histórica. […]Mi tesis consiste, por tanto en que nuestra historicidad es llevada al lenguaje mediante este intercambio entre la historia y la ficción, así como entre sus pretensiones referenciales.” Más adelante cita a Aristóteles y concluye de esta manera: “¿no podría decirse que al aproximarnos a lo diferente la historia nos da acceso a lo posible, mientras que la ficción, al permitirnos acceder a lo irreal nos lleva de nuevo a lo esencial?”
La historia y la ficción establecen una relación dialéctica: mientras que provienen de la experiencia humana se refieren al mismo tiempo a ella en el ámbito de sus posibilidades pero en el del campo fáctico que las subyace se complementan. Ricœur suficientemente expone esta necesidad de llevar la historicidad al lenguaje mediante la narrativa. El ser humano necesita siempre hablar de sí mismo, no necesariamente como individuo sino también como ser social. Sus construcciones se encuentran en el tiempo y en el espacio, dimensiones indefinibles pero sensibles, y que no necesariamente son “objetos”, por lo cual la única manera de darles significado es hablando de ellas.
A más de un siglo de su llegada a este mundo lo mantenemos vivo en la narrativa ficcional que evoca su existencia, no por luchar contra la imposición del recuerdo, tampoco por temor al olvido, sino por el “enigma de representar el pasado” como magníficamente él defendía el ejercicio de la memoria como parte de la secuencia de la justicia.
Manchamanteles
Se funden tanto la historia y la literatura, que en el límite de la muerte algunas veces las historias se vuelven canciones y otras tantas la poesía apuñala la memoria. Como ésta, de Jorge Luis Borges:
¡Cuántas posibles vidas se habrán ido
en esta pobre y diminuta muerte,
cuántas posibles vidas que la suerte
daría a la memoria o al olvido!
cuando yo muera morirá un pasado;
con esta flor un porvenir ha muerto
en las aguas que ignoran, un abierto
porvenir por los astros arrasado.
Yo, como ella, muero de infinitos
destinos que el azar no me depara;
busca mi sombra los gastados mitos
de una patria que siempre dio la cara.
Un breve mármol cuida su memoria;
sobre nosotros crece, atroz, la historia.
Narciso el obsceno
La literatura le incomodaba porque su vida parecía una comedia.