Por. Gilda Melgar
Sara abrió la paleta de sombras con sumo cuidado. Formaba parte de la colección “Spicy”, una edición limitada que “su” marca había lanzado para la temporada otoño-invierno. Cinco colores terrosos, algunos perlados o brillantes, que invitaban a maquillarse en sintonía con la estación por llegar.
El tono “cúrcuma”, arriba a la izquierda, era como la mostaza, aunque con destellos dorados. “Jengibre”, a la derecha, el más claro de los cinco, lucía igualito a la especia en polvo. El marrón de la sombra “canela” –al centro– daba la impresión de ser el comodín de la paleta, y las sombras de abajo, “nuez moscada” (café intenso) y “pistache” (verde perlado), parecían destinadas a profundizar la mirada.
Al contemplar los destellos de “cúrcuma” se le hizo agua la boca y no precisamente por pintarse los ojos, sino por el antojo que experimentó al recordar el curry que probó en el restaurante de cocina thai al que la invitó el último prospecto de pareja que sus amigas le endilgaron. Lo único bueno de esa cita a ciegas fue ese plato dorado con gran balance entre lo fresco y lo picante.
Suspiró largamente y desempacó los labiales. Venían en tres tonos. “Pétalos de rosa” (rosa Damasco), “pimienta Sichuan” (naranja tostado) y “azafrán” (bronce dorado).
Mientras acomodaba la colección “Spicy” en el display promocional de la marca, decidió que de regreso a casa pasaría por una leche de coco para prepararse un curry casero. Por fortuna en casa tenía algo de pollo, lima, calabacines y pimientos.
La jornada transcurrió sin pena ni gloria. De la nueva colección Sara no logró vender siquiera el labial Sichuan que la modelo lucía con tanto garbo y captaba toda la atención del anuncio.
Llegando a casa fue directo a la habitación de su madre, que ya estaba en cama viendo la televisión. Le anunció que iba a preparar algo especial para la cena. Un gustito de vez en cuando no les venía nada mal a ambas. Al fin y al cabo, sazonar con sabores exóticos la vida plana y aburrida que tenían era su mejor pasatiempo.
Desde de la muerte repentina de su padre, cinco años atrás, doña Inés cayó en depresión, y a Sara no le quedó otra más que truncar su carrera y ponerse a trabajar, olvidándose de la buena vida que él les daba.
Gracias a las facciones europeas que heredó de don Héctor, ella seguía “dando el chanclazo”, aunque ahora su economía era igual que la de sus compañeras del almacén.
Rápidamente troceó los vegetales y la media pechuga. Bajó el molcajete del gabinete alto y se dispuso a moler las semillas de comino, pimienta y cilantro con unos copos de chile seco y ajo. Mientras machacaba los ingredientes de la pasta para el curry, soñó con que un día harían juntas un viaje por la ruta de la seda y las especias. ¡Ay!, cómo disfrutaba su madre leyendo La guía de viaje de El Palacio que le regalaba la compañera que atendía la agencia de viajes. Aún más las que reseñaban “Los mejores destinos de Oriente”.
Dejó caer el aceite de coco en la sartén bien caliente. Añadió un poco de ajo y cebolla. Luego las especias molidas y de inmediato brotó un aroma intenso que la hizo salivar. Agregó una pizca de azúcar y sin dejar de remover reparó en que su estufa blanca y vieja relucía de limpia. ¿Cuánto tiempo le habría tomado a doña Inés dejarla así de pulcra? Y ahora ella –con sus tontos antojos– ensuciaba todo otra vez.
Pasados unos minutos, vertió la leche de coco. Tapó la olla y la dejó a fuego lento. Se dispuso a preparar un arroz al vapor. Sólo una taza para que se cociera rápido. ¡Cuánto quisiera tener una de esas ollas francesas de hierro colado Le Creuset que vendían en la tienda! Con una mediana, en color tomate, se daría por bien servida. Pero ¿de dónde iba a sacar 6 mil pesos para algo así, si apenas podía con las medicinas de su mamá? Se imaginó la textura perfecta de un curry hecho en una de esas cacerolas.
El guiso fue agarrando color poco a poco. Cuando se tornó amarillo recordó el tono cúrcuma de la sombra en la colección “Spicy”. ¿De verdad hay mujeres que se pintan los párpados de ese color?
Escuchó el sonido del arroz a punto de secarse en la sartén. Lo apagó y volcó en un bowl antes de que perdiera su brillo. Por suerte encontró un manojo de cilantro ya no tan fresco en la canasta de hierbas. Picó un poquito para adornarlo.
Sacó una charola plástica con motivos orientales del horno que nunca usaban y dispuso el plato con curry y arroz para su mamá. Recordó que la última vez que pidieron comida china guardó unos palillos. Los colocó frente al tazón de arroz y le llevó los alimentos a su habitación.
Cuando por fin pudo sentarse a la mesa para disfrutar su creación, sintió el cansancio del día en las piernas.
Toda la jornada de pie atendiendo a señoras maduras que, como su madre, sólo se acercaban para preguntar el precio o para probar la crema más conocida de la marca. Deseó que la pandemia acabara pronto. Sin comisiones extra no podría seguir costeando sus gustitos culinarios. Colocó el arroz a la izquierda del servicio, como hacen los japoneses. Al centro, su mejor plato hondo con el caldo muy caliente y los palillos al frente.
Eran casi las 10 de la noche. El viento anunciando el otoño se coló por la ventana. Sintió frío, pero con el primer bocado de su guiso experimentó un calorcito suave que poco a poco invadió todo su cuerpo, devolviéndole la alegría de vivir.
Aunque la temporada otoño-invierno 2020 se vislumbraba fría, desolada y baja de fondos, por ahora le bastaba condimentar sus noches con el único gozo que podía darse. La cúrcuma, el jengibre, la canela, el comino y la pimienta fueron cómplices de su placer instantáneo.
Esa noche soñó que eran libres y volaban hacia las playas de Tailandia. En el hotel GT las esperaba un bowl con un curry más dorado que el de la paleta “Spicy”, que tampoco podía comprarse.