jueves 21 noviembre, 2024
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«COLUMNA INVITADA» Amar a Carlos III, a como dé lugar

Por. Raúl Rodríguez

Inglaterra es conocida también como “la pérfida Albión”, término peyorativo usado por los anglófobos, para enfatizar la perfidia con la que los gobernantes de esa isla se condujeron durante siglos, al encabezar el Imperio Británico.

Hoy el trono de Inglaterra no representa ni la sombra de lo que fue en sus días de gloria. Recordemos que llegó a tener la extensión territorial más grande de la Historia, y hoy apenas retiene a un puñado de islitas en el Caribe, como Bahamas y Trinidad.

Sus principales estados asociados, como Canadá, Irlanda, Escocia y Australia, sufren una creciente agitación política, de millones de ciudadanos que quieren dejar de ser súbditos de los Windsor.

Es, apenas, la corona más próspera de Europa pero su titular no es, ni de lejos, el ciudadano más rico del reino. Incluso la autora de Harry Potter, se dice, tiene una fortuna personal mayor.

Isabel II gozaba de una gran popularidad entre sus súbditos, que superaba el 72 por ciento, a pesar de la creciente inconformidad que existe por el enorme costo que supone mantener a toda esa parentela, que parece no trabajar más que para cortar listones y posar para la revista “Hola!”

Su hijo Carlos III llega debilitado al trono, con un alarmante y peligroso nivel de impopularidad del 51 por ciento. No sólo arrastra la perfidia con que trató a su exesposa Diana, y las suspicacias por el misterioso accidente donde ella murió, sino también la fuga de su segundo hijo, Harry, quien ante los desplantes de racismo contra su esposa Megan y sus futuros descendientes, optó por abandonar la Casa Real y radicarse en Norteamérica, suceso que distanció a las nuevas generaciones del poder monárquico.

Hay un largo etcétera de escándalos que manchan al nuevo reinado, y parece que La Corona desplegó una estrategia mediática para que todos amemos a Carlos III, a como dé lugar.

Esa percepción me surgió al ver cómo al siguiente día de haber fallecido la reina, Carlos arribó a Buckingham Palace, y la nota más destacada de ese momento, fue que una mujer le pidió permiso para besarle una mejilla, y otra súbdita le plantó un beso en su mano.

Esas fotos y esos videos con ambas súbditas fueron los que encabezaron múltiples reportajes y notas difundidas por las agencias noticiosas alrededor del Planeta. El mensaje subliminal de esa estrategia mediática parece ser: “Carlos III es más querido de lo que ustedes se creen. Es cool quererlo”.

Lamentablemente el factor humano vuelve a pesar, y a destrozar los mejores intentos de los más calificados estrategas de comunicación política: menos de 48 horas después de ese despliegue de amor ‘espontáneo’, Carlos III se mostró prepotente, exasperado, cascarrabias y neurótico, al gesticular y manotear tragicómicamente durante la firma donde aceptó su nueva chamba, regañando en vivo y frente a todas las cámaras, a un edecán que no atinaba a abrirle espacio en el escritorio, para que pudiera firmar el documento histórico que lo convierte, formalmente, en el nuevo monarca.

La nueva reina consorte, Camila (odiada por el pueblo inglés desde que Lady Di la balconeó como la amante de su marido), nomás miraba mortificada por el papelón que estaba haciendo su marido -literalmente- ante el mundo entero, pues no era una cadena nacional de televisión sino ¡mundial!.

La consecuencia obvia es que las redes sociales lo hicieron picadillo de inmediato y se dieron vuelo haciendo mofa del… soberano.

Lo dicho: la popularidad y el carisma no se heredan. Eso es lo que denominan los expertos en comunicación como “El Factor X”, es decir, esa singularidad que tienen algunas personas para ser amadas por el gran público.

Como el que tenía Isabel II pero del que carece Carlos III, aunque sí posee el siguiente en la línea sucesoria: el príncipe Guillermo, que recupera para sí, mucho del atractivo mediático de su difunta madre, Diana Spencer.

La popularidad de Guillermo, la impopularidad de Carlos, así como la tensa situación política y económica del reino, me llevan a aventurar que el periodo del nuevo rey pudiera ser más breve de lo esperado, abdicando quizá más pronto que tarde en favor de su hijo, en cuanto comiencen a desgajarse los restos del Imperio, por causa de grandes movimientos separatistas. Por lo pronto, muerta la reina, ¡viva el rey!

Raúl Rodríguez Rodríguez
Escritor y analista
@soyraulrr

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