Por. Boris Berenzon Gorn
A Julio Ortega en una apuesta vital.
¿Qué es la vida? Una locura
Pedro Calderón de la Barca
Cuando pensamos en salud mental, estamos ante un horizonte histórico contradictorio, donde la definición de la “enfermedad mental” ha sido sujeta a la intervención de poderes y circunstancias que no siempre han tenido motivos fisiológicos. No en vano Michel Foucault describió en su Historia de la locura (1961) el origen de un concepto a través del que la clínica se encargó de diferenciar lo normal de lo anormal partiendo de una noción utilitaria de la enfermedad. Desde el psicoanálisis, la relación de salud y enfermedad ha sido ampliamente discutida, y en general, más que de enfermedad se habla de malestares, de contradicciones entre el eros y el thanatos que devienen en la incapacidad de ser uno mismo.
Desde la perspectiva de la psiquiatría, en cambio, la enfermedad mental ha sido asociada a factores fundamentalmente biológicos, aunque sin descuidar el aspecto emocional que se aborda en el espacio terapéutico y es casi siempre inseparable de los tratamientos farmacológicos. La construcción de este concepto también ha variado con el paso del tiempo: apenas en 1990 la OMS retiró la homosexualidad de la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y otros Problemas de Salud, y en 2018 la transexualidad. Hasta antes de esa fecha, la diversidad sexual era considerada oficialmente patológica. No sorprende que a pesar de las resistencias y los movimientos para visibilizar la diversidad y buscar reconocimiento, los índices de homofobia y transfobia sigan siendo alarmantes a nivel mundial.
Esto llama a una importante reflexión en torno a la salud mental: debemos de dejar de defender el concepto de “normalidad” como lo saludable, debemos despojar de sus connotaciones negativas a todo aquello que es diferente, y tenemos que construir colectivamente nuevos conceptos que permitan dar cuenta de la diversidad no sólo en temas sexuales, sino en todos los aspectos de la vida de los individuos. Si sostenemos que la salud mental no está en lo “normal”, es porque la normalidad es aquello que obedece a la norma, que ha sido incentivado para el funcionamiento de las estructuras y no para la felicidad de las personas. La generalización en una sociedad y tiempo determinados son consideradas deseables en función de los intereses de los grupos de poder, y aunque hay directrices que pueden mantenerse, hay modelos que son ya obsoletos.
Si de lo normal hablamos, normalizadas están las conductas violentas, la homofobia, la misoginia, el machismo, el acoso sexual y escolar, la humillación corporal, la xenofobia, y la lista sigue y sigue. Que esas conductas sean normales, es decir, que gran parte de la población las reproduzca, no significa que sean deseables. La normalidad como síntoma de nuestro tiempo se basó por mucho tiempo en los discursos de la globalización y el neoliberalismo, quienes veían en la pluralidad y diversidad inconvenientes para el mercado. Irónicamente, hoy el mercado se sirve de la diversidad, pues no podrían funcionar sin ella. Pero las viejas estructuras homogeneizadoras no han desaparecido.
Y es que la salud mental no debería estar ligada con un concepto simplista de la normalidad, sino con el pleno y digno ejercicio de la propia existencia. Que los seres humanos seamos diversos es la consecuencia lógica de la multiculturalidad y variedad de orígenes que tenemos, la escala de valores que nos guía, nuestros gustos, aficiones y capacidades. Ser diferente es necesario para el sostenimiento de la humanidad, no sólo a nivel biológico, sino también intelectual y emocional. Es momento de separar la ética de la diversidad de los poderes hegemónicos que establecen aquello que es deseable.
Últimamente, se ha hecho muy visible neurodivergencia, aunque en nuestro país se ha avanzado muy poco en dar a conocer a la sociedad en qué consiste y por qué deberíamos ser cuidadosos al referirnos a la salud mental de una persona desde una perspectiva hegemónica. Los habitualmente conocidos como Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad y Síndrome de Asperger o Trastorno del Espectro Autista, son dos tipos de neurodivergencias ampliamente estudiadas en el resto del mundo. Los países desarrollados están promoviendo un viraje para que la sociedad deje de ver estos trastornos como enfermedades mentales, puesto que los estudios demuestran que se trata más bien de diferentes maneras de conocer y sentir, modos que no son habituales pero que no deberían ser catalogados como incorrectos.
¿Dónde está el gran problema de la salud mental de nuestro tiempo? Que la ansiedad y la depresión sean las principales enfermedades en México y el mundo, es sintomático de una cultura de desconexión con el yo, donde se busca encajar en aquello que es “normal” y que genera un nivel de presión que produce consecuencias fisiológicas y emocionales. Ya sea por alcanzar un nivel económico que contrasta con el sistema, por tener aceptación general y prestigio, por contar con la aprobación de familiares y amigos en todas y cada una de las decisiones que se toman, poner por encima de la felicidad factores materiales, o muchas otras causas, la posmodernidad y su fragmentación vienen acompañadas de una salud mental deficiente, es decir, de infelicidad.
Estar en terapia al menos una vez en la vida, cada vez es más aceptado, aunque hay que decirlo, hay de terapias a terapias. Para que un profesional de la salud mental pueda dar terapia en México hace falta más que un título de licenciado en Psicología, y desafortunadamente muchos de los terapeutas que se desempeñan en el país no están lo suficientemente preparados para tal reto. Aunado a ello, se debe distinguir a la terapia del coaching, la religión o las modas espirituales, pues, aunque es perfectamente válido que cada persona elija en qué creer, la práctica clínica tiene sus características específicas.
El mecanismo de salida más habitual de la frustración mental son las adicciones: la más popular es el alcohol, que viene acompañado del tabaco, diferentes sustancias legales e ilegales, el juego, el sexo y otras actividades que en general se asemejan entre sí por conllevar riesgos agregado para la estabilidad física o emocional. Cualquier actividad puede volverse sintomáticamente adictiva: ver televisión o pasar el tiempo imaginando escenarios catastróficos. La adicción no depende de la sustancia, sino de la persona adicta, pues constituye un método de enajenación de la realidad para evitar enfrentar los problemas de la vida y aceptar las cosas tal y como son.
Los problemas de salud mental y las adicciones manifiestan las contradicciones de nuestro tiempo, basado en la imposición de ideales, modelos inalcanzables de un deber ser que no guardan relación directa con el deseo, sino que lo reprimen. El problema es que el deseo mal encaminado se vuelve errático, se transforma en conductas que son potencialmente destructivas hacia adentro y hacia afuera, en la negación de lo que uno mismo es por temor a las consecuencias sociales que pueda tener. La presión homogeneizadora debe ser sustituida pronto por el reconocimiento de la diversidad basada en modelos no hegemónicos y la crítica ética y ontológica.
Manchamanteles
Asegura Aristóteles en su Ética Nicomaquea, que la amistad además de ser una virtud es la cosa más necesaria en la vida, pues nadie elegiría vivir sin amigos, aunque tuviese todos los demás bienes. En la felicidad y la desventura es importante tener amigos, por lo que, según el filósofo, parece que la amistad existe por naturaleza, vincula a las sociedades y a veces tiene mayor peso que la justicia, e insiste que “la afición que se tiene por las cosas inanimadas no se llama amistad por la razón de que no hay de parte de ellas reciprocidad afectiva, ni de la nuestra voluntad de hacerles bien”. Son la concordia y la reciprocidad los pilares de la amistad.
Narciso el obsceno
Se creía diferente, único e irremplazable, exactamente como todos los demás.