Por. Mariana Aragón Mijangos
En Verdad y mentira en la política, Hannah Arendt expuso ampliamente que la verdad y la política nunca se han puesto de acuerdo porque no comparten intereses: mientras la primera simplemente es y su misión acompaña a la justicia, la segunda desea ganar. A unos días de concluir un 2021 trepidante y complejo, observo cómo pese a los muchos recursos y fuentes informativas con las que contamos, visiones fundamentalistas se adueñan de la tribuna pública para emitir juicios y posicionamientos en blanco o negro. No sólo hablo de México, es una tendencia alarmante a nivel global.
Y es que la verdad no son creencias, ni opiniones, mucho menos imposiciones de una única y entera verdad hegemónica. De esto siempre hay que desconfiar, aunque lo diga el Papa, la ONU, el presidente o la propia familia. No demos nada por sentado sin realizar un ejercicio deliberativo.
En redes sociales y sobremesas es especialmente evidente como defendemos nuestras ideas y juicios, como si la vida dependiera de ello, después de todo es parte de cuidar nuestro branding personal ¿no? El problema es que, en el momento en que el móvil es tener la razón por encima de entender la realidad, perdemos la oportunidad de aproximarnos a la verdad. ¿Qué tan seguido nos planteamos la posibilidad de errar?
Hace una semana, una frase retumbó en pleno AMLOFEST: “La revolución de las consciencias no tiene marcha atrás”. Coincido, pero esa revolución no precisamente tiene mucho que ver con la 4T, sino con los tiempos de cambio de paradigmas que estamos viviendo. Las relaciones entre los sexos están cambiando, el medio ambiente nos exige cambios también, y los sistemas económicos y políticos han fallado lo suficiente como para replantearlos de tajo.
Si la revolución de conciencias a la que se refiere el presidente López Obrador pasa por eliminar centros académicos como el CIDE, que tradicionalmente ha sido semillero del pensamiento crítico de este país, o por castigar presupuestalmente a adversarios políticos como al Consejero Presidente del INE, a costa de lo que esa institución significa para la fiabilidad de las elecciones y por tanto para la democracia de este país, o si se refiere a cerrar el diálogo a un monólogo que no se acepta discrepancias, aunque sean mínimas como en el caso de Aristegui y de Astillero, no estamos hablando de una revolución de consciencias, sino de un lamentable intento de alienación, porque simplemente no hay democracia sin diálogo, sin escucha, sin proceso deliberativo, ni sin pensamiento crítico.
Retomo nuevamente a la gran Hannah Arendt, quien sostenía que más allá de que el poder siempre sacrificará la verdad por el beneficio político, el mayor riesgo es que las mentiras destruyan el sentido común. Y es esto a lo que debemos estar alertas. Pero más allá del presidente, no deberíamos renunciar por lealtades mal entendidas a personas, instituciones o creencias personales; a la capacidad de pensar libremente y de buscar la verdad mediante el pensamiento crítico, pues la verdadera revolución de consciencias va mucho más allá de política y economía.
Se trata de salirnos de lugares comunes y redefinir ¿qué queremos de la vida? ¿Qué es lo que valoramos? ¿Para qué trabajamos? ¿Por qué necesito lo que necesito? ¿En qué creo?¿Qué puedo hacer para mejorar mi entorno? ¿Qué hay detrás de lo que me dicen? Son solo algunos de los cuestionamientos que podemos hacernos este diciembre. No perdamos la oportunidad de que la reconfiguración de paradigmas que estamos viviendo, se convierta en una verdadera revolución de consciencias.