Tomo mi café mañanero. Milagrosamente se sienta a mi lado. La veo. Me mira.
“Ya no te quiero”.
Cuatro palabras que entran por mis ojos, mis poros, mi cuerpo entero y sacan un escalofrío desde lo más hondo. Entendía que estábamos pasando por esa crisis que dicen que da a los 25 años de casados. Lo había hablado con mi terapeuta. Hace un mes habíamos tenido una luna de miel en las playas paradisiacas del sureste, disfrutando cada momento. Nunca imaginé que en cualquier minuto se acercara para decírmelo de esa manera y en ese tono frio. Dejé el periódico y la miré de regreso.
“En unos días me iré de la casa. Tengo trabajo en otra ciudad. Espero entiendas que nuestra relación se terminó, nuestros hijos son mayores de edad y han terminado sus estudios. Nada me detiene a estar aquí”.
Estaba decidida, tenía todo arreglado desde tiempo atrás y yo sin saberlo. No me quedó más que aceptarlo preguntando antes si era definitivo o si lo que quería era darse una oportunidad para pensar bien las cosas. Su respuesta fue que no había más opciones.
Así fue como empacó su ropa y cosas personales, se subió al coche que hace meses le había comprado y desapareció dejando en casa su presencia, su olor y su recuerdo en cada esquina: mueble, cuadro, cama… en fin, en todo el espacio que compartimos durante tantos años.
Su partida vino acompañada de un silencio absoluto. Debía seguir en lo mío. Nuestros hijos mantenían comunicación con ella y la visitaban de vez en cuando. Sólo sabía que estaba bien.
Un año tratando de entender por qué se había ido de esa manera, culpándome, pensado en los “si hubiera hecho o dicho”, recordando momentos buenos y malos, pasando por etapas de duelo y a veces despertando con lágrimas y enojo.
Entendía todo lo que ella tuvo que poner de su parte para mantener nuestra relación y educar a nuestros hijos. No fue fácil aceptar en su momento muchas de mis decisiones. Nos amábamos y era lo importante. Mi vida debía seguir adelante sintiéndome solo, aun cuando mis hijos estaban en casa. Trabajaba y no me permitía salir con nadie pues a estas alturas del partido, ¿quién querría hacerlo con un hombre maduro, por no decir viejo, como yo? Intenté todos los días borrarla de mi vida, como ella quiso que lo hiciera.
Cansado de problemas de oficina, llego a casa y encuentro sus maletas en el pasillo; su olor impregnado en las matas de la entrada. A lo lejos una sombra se acerca poco a poco arrastrando los pies, escondiéndose y al mismo tiempo, inclinando la cabeza, mirando de reojo con las cejas levantadas
“Hola”.
Mi cara explotaba en preguntas. No podía hablar.
“Decidí regresar a casa. No me va bien allá. No hay problema, ¿verdad?”.
Mi silencio otorgaba el permiso aun cuando no era lo que quería expresar. Se acercó, me dio un beso en el cachete y subió corriendo las escaleras hacia la habitación.
Atrás iba yo sintiéndome amarrado a un pasado que dejó de existir un año atrás. No podía negarle el techo a la madre de mis hijos. Me acosté en la cama y, para mi sorpresa, llegó como si nada, se desvistió frente a mí para ponerse su pijama y se acomodó en “su lado”, ese que estuvo vacío durante tanto tiempo. Nuestras espaldas tuvieron horas para saludarse a la distancia.
Desperté y se había ido. Durante meses, no cruzamos palabra. Ella cocinaba entre risas y compartía su comida con los hijos. Era un extranjero en mi propia casa. Los hijos estaban más distantes y ella era un maniquí que podía hacer lo que quería ofreciéndome noticias telegráficas como “decidí dormir en el cuarto de mi hija, no puedo compartir cama contigo”, “me voy unos días”, “estoy aquí porque amo mucho a mis hijos, no por ti” y la última: “busca abogado porque metí los papeles del divorcio”.
Recibí la demanda en la que pide quedarse con la casa, el auto y los hijos (aun cuando ellos son mayores de edad). Solicita una pensión por no tener trabajo ahora. Mi abogado me dice que perdí el momento de establecer y usar su abandono de hogar como defensa, pues debí hacerlo en ese momento y no haber soñado amorosamente que ella volviera.
Mucho tiempo que he vivido en cachitos. No sé cuál será el final de esta historia. Es como ver el video de nuestra boda en “rewind” (hacia atrás): muy felices primero, fiesta, quitándonos los anillos y caminando hacia atrás en la iglesia hasta llegar al coche que me lleva a mi gran despedida de soltero, y soy feliz.
Tengo claro que le entregué mi vida, que no fui perfecto y que es la madre de mis hijos. Pero… ¿debo permitir después todo que ahora me quite el resto de mi vida? Hace más de un año se fue diciendo que no me amaba y hoy esperamos citas en juzgados. Es momento de hablar y defenderme… si es frente a un juez, es porque así lo quiso.
Citlalli Berruecos. Tiene estudios de Sociología en la UNAM y la Universidad Complutense de Madrid, España. Licenciatura en Lengua y Literatura Inglesa, UNAM. Maestría en Educación con especialidad en Educación a Distancia, Universidad de Athabasca, Canadá.