Por. Saraí Aguilar
La youtuber Gabby Petito no regresó a su casa de un viaje por carretera con su novio. La joven de 22 años estuvo desaparecida durante varios días, mientras su novio huyó tras negarse a hablar con la policía.
Posterior a ello, el cuerpo sin vida de Petito fue hallado en un parque nacional de Wyoming, Estados Unidos.
Millones de estadunidenses han seguido de cerca este caso, cuyos pormenores han sido ampliamente cubiertos por la prensa y medios electrónicos de comunicación, y asimismo han logrado acaparar la atención de la sociedad en general, viéndose esto reflejado en redes sociales.
Sin menospreciar lo lamentable que resulta siempre una desaparición de una mujer y el hallar sus restos, resulta innegable que los medios y el FBI se vuelcan en la resolución de lo ocurrido a la youtuber Gabby Petito, mientras se olvida a las mujeres no blancas en condiciones similares.
Según el medio Univisión, tan solo en el lugar donde encontraron los restos de Petito, 10 indígenas estadunidenses fueron reportados como desaparecidos entre 2011 y 2020. El 57% de estos casos eran mujeres y el 85% eran menores de edad. Sin embargo, ninguno tuvo tanta repercusión.
A esta reacción social ante la exacerbada preocupación por ciertas desapariciones y la indiferencia ante otras se le conoce como “el síndrome de la mujer blanca desaparecida”. Esto en alusión a que no se le da la misma relevancia cuando desaparece una mujer de alguna minoría étnica o de rasgos raciales no blancos.
La etnicidad sí importa cuando una mujer desaparece.
Este término, que hace alusión a una sociedad donde la raza si importa, fue creado en 2004. Acuñado por la periodista afroamericana Gwen Ifill, durante la convención de periodistas negros que se celebró en Washingto, Ifill lanzó su teoría, un poco en broma: “Si hay una mujer blanca desaparecida, tienes que hacer el seguimiento a diario”.
Y si bien puede que no sea una acción consciente, ésta va dictada por el imaginario social en el que una persona blanca y de preferencia cisheterosexual está relacionada con una vida tranquila. Su desaparición es síntoma de que algo extraño pasó y que es producto o de un equívoco, algo fuera del orden común. En cambio, cuando sucede con alguien de una minoría, para “la gente” está asociado a “barrios complicados donde pasan cosas” o a su “estilo de vida”. Y al hablar de estilo de vida se mezclan rasgos raciales, orientaciones sexuales o expresiones de género.
Esto no difiere en nuestro país. En México solo hay algo de más riesgo que ser mujer: el conjugarlo con ser indígena y pobre. En este caso, debido al género, etnia y condición económica, cualquier delito del que se sea víctima suele quedar impune. Asimismo, los medios no retoman estos casos. Ejemplo de ello fue el de Paty, una niña indígena de 12 años que había sido violada y asesinada en un paraje entre San Martín y la comunidad de Nachij el pasado 2020, con el que se provocó la indignación feminista al no contar con una cobertura mediática, o con la opinión pública.
La indignación no puede ser selectiva. Los prejuicios perpetúan la impunidad y la marginación histórica de las etnias. El reclamo de justicia no puede ser exclusivo de las élites. Si falta una que alcen la voz todas, ese debe ser nuestro grito de batalla.