Por. Ivonne Melgar
La Suprema Corte de Justicia de la Nación rebasó esta semana por la izquierda al mismísimo gobierno de López Obrador y al Congreso, al cerrarle el paso a cualquier forma de criminalización del derecho a decidir de las mujeres.
Cuando las feministas de Morena habían optado por rutas ajenas a los códigos que en la mayoría de los estados penaliza el aborto, 10 ministros establecieron que la interrupción voluntaria del embarazo no amerita cárcel y no debe conceptualizarse como un crimen.
Se trata de un cambio de consecuencias legislativas porque obligará al Senado y a la Cámara de Diputados a retomar la promesa de despenalización que las morenistas ondeaban con optimismo en 2018, bajo la consigna de que la Cuarta Transformación sería feminista o no sería.
Y era un optimismo fundado: ahí donde la política interior tradicionalmente se manejó dándole la razón a las Iglesias y a las élites económicas en su negativa a la agenda de la autonomía de las mujeres para determinar cuándo y cómo ser madres, estaba una aliada, la secretaria Olga Sánchez Cordero.
Pronto las entusiastas legisladoras que antes en el PRD habían ganado la batalla capitalina del derecho a decidir con los liderazgos de Rosario Robles y Marcelo Ebrard, se tropezaron con la realidad: no bastaba ser gobierno ni tener mayoría en el Congreso para extender esa demanda a nivel nacional.
Porque mientras la coalición encabezada por Morena tenía los votos para desaparecer estancias infantiles, el Seguro Popular y escuelas de tiempo completo, ese cierre de filas nunca sería posible en el tema del derecho a decidir teniendo como aliado al PES, un partido que se definió abiertamente en contra de “la ideología de género”, como llaman los detractores del feminismo a la agenda de los derechos humanos de las mujeres.
Más tarde hubo un desencuentro mayor que frenó el ímpetu de las morenistas: los gobiernos de López Obrador y Claudia Sheinbaum asumieron que las movilizaciones de las jóvenes en contra de la violencia feminicida y a favor de la llamada marea verde –color de la causa de la despenalización—eran promovidas por adversarios y grupos conservadores que querían fastidiarlos.
Sobran los testimonios del estupor con el que la izquierda gobernante se negó a entender que aquella rabia de la diamantina rosa, los vidrios rotos y monumentos pintados era un alarido de auxilio ante un Estado y una sociedad machistas, normalizadores de la vejación de las mujeres y la sobrecarga doméstica.
Y aunque los desencuentros entre los feminismos mexicanos y el presidente López Obrador continuaron por la negación oficialista de que la pandemia había incrementado la violencia intrafamiliar y el capítulo electoral de “Un violador no puede ser gobernador”, en la práctica, la agenda de las mujeres avanzó.
Por un lado, se aprobaron leyes que llevaron a la conversación mediática las violencias política y digital. Y desde el plano del acceso al poder, se montó una aduana de buena voluntad, al menos, para que los aspirantes a cargos de elección no fueran acosadores, mientras se aplicaba con celo el principio de la paridad en las candidaturas.
Y cuando, en esta ruta de cambios parlamentarios, la senadora de Morena, Malú Mícher aún estaba recolectando apoyos para una reforma que garantice los derechos reproductivos, la resolución de la Suprema Corte le entrega en bandeja de plata a los legisladores la oportunidad de una despenalización que se traduzca en políticas de salud para una maternidad libre y elegida.
Unos artículos del Código Penal de Coahuila que daban cárcel hasta por tres años a mujeres que abortaran, abrió la puerta para que 10 de los 11 votos de la Corte resolvieran a favor de que las mujeres tengan, en palabras del ministro presidente Arturo Zaldívar, “una vida en la que se respete su dignidad, en la que puedan ejercer con plenitud sus derechos, en las que estén exentas de violencia y en las que puedan autodeterminar su destino”.
Hay que reconocer la respetuosa aceptación de López Obrador ante las definiciones de la Corte. El hecho de que no las impugnara ni volviera a la pretensión de someter el tema a consulta, despeja el camino de las transformaciones pendientes.
Y hay que celebrar también la capacidad de construir bienes públicos de la Suprema Corte, esa institución que apenas hace cinco meses empañó sus promesas de justicia con el escándalo de una ampliación de mandato para su titular, sólo porque al presidente de la República los demás ministros no le parecen confiables.
Entonces, fallaron los reflejos del ministro Zaldívar. Y dejó correr la intentona.
Esta semana, con el proyecto del ministro Luis María Aguilar, el liderazgo de Záldivar emergió, de nueva cuenta, al colocarse al frente de la reivindicación de la SCJN como un poder autónomo y comprometido con el progresismo feminista que alguna vez se topó con las vallas de Palacio, donde ahora están emplazados a rectificar.