Por. Mariana Aragón Mijangos
La semana pasada el CONEVAL publicó la Medición de la Pobreza 2020, provocando múltiples reacciones de inquietud/alarma/indignación, ante el incremento de mexicanas y mexicanos en situación de pobreza que ya suman 55.7 millones de personas y 10.8 más en pobreza extrema. Como era predecible, vinieron los cuestionamientos a la política social de la 4T que ciertamente ha dejado mucho que desear, pero tampoco hay recetas mágicas ante problemáticas estructurales.
Las cifras reveladas preocupan, pero no sorprenden. La economía mexicana no creció en 2019 y cayó 8.5% en 2020. Si bien el shock económico a raíz de la pandemia ha sido mundial, éste se agravó por las debilidades estructurales en términos de protección social (acceso a la salud, ingreso digno, seguridad social) que el país ya venía arrastrando, y que los tropiezos de la política económica de la 4T terminaron por agravar.
No se trata solo de paliar la pobreza como se ha hecho desde hace décadas, se trata de prevenirla, y la única manera de hacerlo es invirtiendo los recursos donde se debe: en mejorar los esquemas de protección social de las personas, una apuesta que ni el gobierno actual (ni los pasados), ha querido/sabido hacer.
Más allá de cifras, el incremento de la pobreza es una realidad palpable. Lo vemos en la mendicidad en las calles, pero también se siente en el alza de precios en el súper y lo constatan esas amistades, que buscando generar recursos extra, en sus ratos libres ofrecen productos y/o servicios que antes no hacían, porque la realidad es que a la mayoría de las familias mexicanas la pandemia ya nos pegó en el bolsillo, los salarios no alcanzan y nos está obligando a buscar alternativas.
Hoy la tercera ola de la COVID-19 con sus variantes, repunta con el mayor número de contagios y nivel de agresividad, y no sólo eso, también nos encuentra más desgastados, anímica, económica y físicamente. Se está convirtiendo en una gran crisis humanitaria que no sólo puede generar pobreza material, sino otra aún peor que empobrezca nuestra humanidad, es decir, el ánimo colectivo, la capacidad de empatía, y por supuesto la salud física y mental.
En marzo del año pasado creíamos que se trataba de una cuarentena, apenas por ahí de julio nos dimos cuenta que se iba a llevar todo el año. Recuerdo a muchos optimistas que decían “ya que acabe este año”, como si automáticamente en 2021 las cosas fueran a volver a la “normalidad”. La realidad es que la variante Delta nos ha dejado claro que todavía no sabemos nada, y que lo mejor que podemos hacer, aún con la dificultad de los tiempos, es disfrutar cada día, así, como venga. Por el sólo hecho de ser, de estar, de compartir. Y tomar nuestras previsiones.
Estamos aprendiendo a convivir con la muerte cada día, en un país que desde hace tiempo salir a la calle ha sido casi deporte extremo. Las “cadenas de oración” dejaron de ser chiste para convertirse en la realidad de las redes sociales, esquelas y pésames se convierten en la cotidianidad. Asusta que nos acostumbremos a vivir así, y que poco a poco nos vayamos volviendo más cínicos ante el dolor ajeno, como nos pasó con el incremento de la violencia en el país cuando decidimos voltear los ojos para no sentir, o como hacemos ante el cambio climático, que aunque ya nos advirtieron que estamos en la última llamada para detener nuestra extinción, pocos son quienes han hecho los cambios necesarios.
Cambio climático, COVID y pobreza; no son hechos asilados sino más bien sintomáticos de una realidad que está transformando sus estructuras y exige nuestro involucramiento. Reinventarnos desde lo profundo empezando por los pensamientos, hábitos y maneras. Por ejemplo, la contracción económica invita a aprender a tener presupuestos más responsables, a suprimir “las apariencias”, a evitar los desperdicios y a reusar, así como lo aprendieron los europeos desde la postguerra. Volver a las comidas caseras y saludables, no necesariamente en el tren orgánico-vegano que se ha vuelto carísimo, sino volver a una alimentación menos procesada que reduzca el consumo de grasas, azúcares, harinas y carnes. Ni modo, la salud lo exige y la economía lo agradece.
Hacer ejercicio es obligado por salud física y mental. Tomarnos enserio observar nuestra huella ambiental es otro cambio impostergable, después de todo la salud de nuestro mundo se encuentra íntimamente relacionada a la de cada persona. Prefiramos formas de movilidad más sustentables, sumémonos a las demandas de dignificación del transporte público en el país, reduzcamos nuestro consumo de electricidad, y de nuevo, bajémosle a la carne.
Pero, sin duda el cambio más difícil que exige la pandemia es la restricción del contacto social, que considero no se debe traducir necesariamente en asilamiento. Es imprescindible fortalecer redes con familiares y amigos cercanos para cuidarse y estar pendientes mutuamente. Pasar lista todos los días, por mensaje o por llamada, nunca dar por hecho que “estamos bien”, y mejor asegurarnos de que así sea porque hoy nos necesitamos más que nunca.
Así como deseamos que las políticas sociales dejen de ser reactivas y mejor prevengan, así también cada una, cada uno de nosotros debemos asumir que estamos viviendo un tiempo de cambio que nos pone a prueba. Más allá de desear “que todo esto pase”, ocupémonos de tomar el cacho de responsabilidad que nos toca para mejorar la situación propia y de quienes nos rodean. Después de todo no hay que olvidar que detrás de cada crisis, se encuentra la oportunidad de ser mejores, y así mejorar nuestro mundo.