martes 26 noviembre, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» De cara ante la nada: enfrentar la muerte en la Pandemia

Por Boris Berenzon Gorn 

Si llevo la muerte a mi vida, la reconozco y la enfrento directamente, me liberaré de
la ansiedad de la muerte y de la mezquindad de la vida, y solo así seré libre…
Martin Heidegger

 

Cuando decimos que eros y thánatos son la materia que conforma nuestro inconsciente, nos referimos a las representaciones más puras y profundas de la existencia humana. Contrario a la impresión simplista que reduce el psicoanálisis al deseo sexual, el eros comprende la manifestación más preciosa de la vida, del deseo, de la existencia. Su contraparte, en cambio, no sólo refiere la belicosidad y la destrucción, sino sobre todo la conciencia de la finitud: la inevitabilidad de la muerte. Esa inevitabilidad es parte de lo humano, permanece guardada, reprimida en las profundidades de nuestro ser por tratarse de la fuente más dura de temor ante la ausencia, ante la nada. Morir es un hecho inevitable, quizá la única verdad con la que los seres humanos estamos marcados desde el inicio de la existencia. Ese “haber sido arrojados al mundo” de Sartre, no es más que la versión asequible del ser para la muerte Heideggeriano que reconoce en la existencia la univocidad de un camino determinado por su final.

El ser para la muerte, según lo definía harto didácticamente el historiador Edmundo O´Gorman en sus obras referentes a la crítica histórica, es el impulso vital que al reconocer la finitud alcanza el ser humano por la aceptación de un tiempo limitado de la existencia. Estamos así obligados a sabernos mortales, más allá de las creencias que cada persona tenga sobre la posteridad, de la existencia o no de un paraíso o de la inevitable nada en la que muchos otros creen, el hecho es que no hay forma de evitar que la vida se acabe. Si acaso la mayor ventaja del reconocimiento de la muerte se encuentra en el valor intrínseco de la vida, de vivir un tiempo insalvable, uno que no retorna ni se repite. Ni siquiera el eterno retorno de Nietzsche salvaría esta paradoja, es más, nos condenaría a enfrentar la muerte el resto de la eternidad. 

Sabernos mortales debería, bajo esta lógica, ser el impulso del disfrute, el triunfo del eros sobre el thánatos, la lucha por la vitalidad en su sentido más amplio. Detener la simple supervivencia y cambiarla por existencia: cesar los días grises que pasan uno exactamente igual que el otro y asimilar con dolor que cualquier segundo podría ser el último. Ahora mismo podría ocurrir un desastre fatal (un terremoto, por ejemplo) que terminara con nuestra vida para siempre mientras leemos plácidamente estas palabras.

Pero dentro del universo de la finitud, tal vez lo más doloroso, lo más insalvable, lo que representa nuestros mayores miedos, sea la muerte del otro. El temor a la propia finitud se enfrenta a ese otro temor: la ausencia. La pérdida del otro, la del ser amado. La muerte de un ser querido es tema de los vivos, no de los muertos. Porque el muerto podría o no saber de su viaje final en esta tierra, en el mejor de los casos, la muerte biológica podría venir acompañada de la nada; de la desaparición, el vació, la oscuridad, el fin de la existencia: la inexistencia. Pero la ausencia para los vivos es el origen del dolor. El virus que llegó a cambiar a la humanidad desestructura también las prácticas culturales que hemos creado para dar sentido. El cuerpo inerte de un fenecido por Covid-19 ha dejado de ser el espacio del luto, reducido a potencial de contagio derrumbando la posibilidad de la conexión entre el mito y el rito, al decir de Malinowsky. Las imágenes de cuerpos apilados o esperando en los pasillos de los nosocomios, siempre perfectamente sellados, se han convertido en un apocalíptico lugar común. El número de personas que dejan de serlo para pasar a formar parte del control sanitario ha impactado a todos y no sólo a quienes han perdido a alguien cercano, pues construyen un abismo que representa el triunfo de la muerte. Si bien, los protocolos se han adaptado a medida que la situación avanza y son más crudos en ciertas latitudes que en otras, la constante sigue siendo la misma: el vacío.

Los relatos de la pandemia en lo que respecta a la muerte son desgarradores. Atraviesan y trasgreden las cifras proporcionadas por los organismos internacionales y por los gobiernos en todo el globo. Las pérdidas, como lo han sido cada epidemia, guerra, desastre natural; impactan por ser colectivas y disruptivas. La vida se pasma ante la parsimonia de la muerte. Heidegger tenía razón: somos seres para la muerte. Pero quizá lo más terrible es que en los miles de años que llevamos como especie sobre la tierra todavía no sabemos cómo aceptarla.

La construcción de la ritualidad es tan antigua como la humanidad misma, si algo hemos aprendido gracias a la antropología física y la arqueología, es que enfrentar la muerte a lo largo de nuestra historia como humanidad es una constante, ha sido un hito doloroso que merece el mayor de los respetos y que exige la representación del dolor y de la ausencia en el ámbito material. La humanidad ha construido innumerable cantidad de ritos, la mayoría de ellos asociados a la despedida del cuerpo de quien perdió la vida (cuando lo hay), pero sobre todo al acompañamiento de unos seres humanos por otros. No es casual que el mundo esté plagado de monumentos a la muerte, lo mismo pasa con la tumba KV62 que contiene a Tutankamón, la tumba de Pakal o el mismísimo Santo sepulcro en Jerusalén. 

Repensar esta ritualidad en nuestro momento actual es indispensable, sobre todo porque puede convertirse en un verdadero problema de salud pública. La salud mental es un eje primordial en el funcionamiento de la sociedad. Numerosas pérdidas humanas que se han ido abruptamente y que han dejado una huella en incontables familias en todo el mundo, se reproducen a nivel cultural en la permanente incapacidad de trascender, en la falta de fortaleza para enfrentar la finitud, incluso la propia. Este fenómeno no es nuevo. En la historia, las guerras y catástrofes siempre han dejado ese vacío colectivo. Monumentos y estelas en honor a los caídos erigidos en todo el mundo, demuestran nuestra necesidad de aceptar que somos seres para la muerte, que la inevitabilidad de la finitud nos complementa como seres humanos. Marca nuestra existencia. 

Enfrentar la muerte en la pandemia ha sido complejo. La distancia y la ausencia se complementan. Pero las lecciones que quedan nos inspiran a la manera O´Gormaniana: la vitalidad necesaria de la existencia sólo puede ser entendida y tomada en serio si nos mantenemos en la permanente consciencia de que la muerte es inevitable. Vamos a morir. Vivir preciosamente cada día es el mejor homenaje que podemos ofrecer a aquellos que se han ido, aprovechar el tiempo recordando que cada segundo que pasa es uno menos, pero también uno más. 

Ilustración. Diana Olvera

 

Manchamanteles

Entre los numerosos cuentos escritos por Gabriel García Márquez, uno de los más desgarradores es sin duda El rastro de tu sangre en la nieve. Dos jóvenes recién casados viajan de Cartagena de Indias a París para celebrar su luna de miel, sin imaginar que la espina de una rosa desencadenará una hemorragia que acabará con la vida de Nena Daconte. Billy Sánchez, el novio, en medio de una ciudad que no conoce y de personas que hablan un idioma que no comprende, espera paciente por días noticias de ella y se entera de su final sólo cuando el cuerpo ha sido trasladado a casa y enterrado. Cada minuto de angustia, cada recuerdo de amor en la característica prosa de Márquez transmite un vacío existencial que parece que no deja de regresar.  

Narciso el obsceno

¡Yo tengo razón!, yo tengo razón, yo tengo razón… susurró hasta el final Narciso. Incapaz de reconocer su falibilidad, se le fue el tiempo negándola y no tuvo tiempo de vivirla.

 

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