A la memoria de Óscar Chávez, símbolo de congruencia vital y artística.
El ser humano está dotado de libre albedrío,
y puede elegir entre el bien y el mal.
Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal,
no será más que una naranja mecánica.
Anthony Burgess
La pandemia de COVID-19 ha cambiado nuestras vidas y ha condicionado nuestros hábitos y conductas a partir de un confinamiento necesario contra natura, que según muchos estudiosos nos genera ira, violencia, depresión y muchos otros trastornos de la llamada “salud mental”, si es que ésta existe. Lo cierto es que —como en muchas otras disciplinas— el positivismo goza de cabal salud y que aquí se establece el mundo del neoconductismo y la supremacía de la estadística como normas.
Nadie lo pidió así, pero a todos nos toca vivir las consecuencias. Lejos quedan los días en que éste era “solo un problema de China”, en que el desastre no cruzaría los mares y llegaría hasta suelo mexicano. Esta crisis es incluyente: a todos nos pone en jaque. Barbara Tuchman, en su espléndido libro La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam —publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1984— señala que “la insensatez radica en la persistencia posterior”. Sin duda, surgen diversos malestares que se acumulan en el enojo y la angustia colectiva cual marcha desbocada y en ascenso.
No importa si se cree que el nuevo coronavirus no existe; si, por el contrario, se piensa que sí y que es un invento de una potencia mundial para controlarlo todo; no importa si se siguen las medidas de protección al pie de la letra o si se hace con ellas un papalote; sea cual sea la postura de uno, esta crisis es de todos. Lo es como no han podido llegar a serlo la democracia, la libertad o la justicia. Metáfora de lo anterior es la escena icónica de Naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick (1928-1999) en la que el protagonista, Alex, muerde desde la educación de la conducta —según Pávlov— la evocadora frase: “La violencia engendra violencia”. Lo que sí es posible es decidir cómo actuar ante la ira. Podemos convertirnos en bestias o apostar por la civilidad. Eso sí es decisión de cada quien.
La violencia está desbordada. Parece que este mal de la humanidad está hermanado con el pánico. Surge uno, y el otro sale inmediatamente a la luz. La cuarentena empezó a extenderse por el mundo hace semanas, y una de las primeras expresiones que atestiguamos en los medios fueron las compras de pánico. Es cierto que lo normal cuando te dicen que vas a estar encerrado en tu casa por incontables días es comprar víveres suficientes para estar tan preparado como te sea posible, pero las cantidades absurdas de papel higiénico que la gente compraba no tenían razón de ser.
Lo cierto es que el papel de baño no fue lo único que la gente compró al por mayor y por motivos difusos que poco tienen que ver con la razón. En Estados Unidos también aumentó el comercio de armas. No podemos decir que se trate de un comportamiento lógico; no podemos, mucho menos, justificarlo, pero claro que podemos intentar explicarlo.
Una sociedad basada en la cultura hollywoodense que se encuentra siempre lista para el ataque de los zombis queda muy afectada frente a los enormes despliegues de violencia que consume en los medios de comunicación y de entretenimiento. Su respuesta ante la crisis es pensar que “si la cosa se va de las manos”, la salida más sensata será hacer uso de la belicosidad que tanto daño ha hecho a su país y al mundo entero.
Pero no caigamos en el error de pensar que solo en Estados Unidos la gente reacciona de manera violenta ante las crisis. Allá es evidente, es verdad, por el fácil acceso que la gente tiene a las armas, pero el problema de la violencia no conoce fronteras y usa todo tipo de disfraces para llegar a cualquier parte. Ya sabemos que en las casas mexicanas esta situación también se ha multiplicado. Los niños y las mujeres son los primeros en saberlo. La violencia que contra ellos se ejerce se multiplica en estos días en que la convivencia es intensa y la mirada del mundo está puesta en otros asuntos. Pierre Bourdieu (1930-2002) en su libro La dominación masculina (2000) destaca que la “violencia simbólica” es “la aceptación, la internalización por parte del dominado, de los esquemas de pensamiento y valoración del dominante, haciendo precisamente invisible la relación de dominación”.
Las redes sociales son también el escenario clásico de la violencia y el enojo. Este instrumento que tanto nos ayuda en la libertad de opinión y en el libre acceso de la información tiene también sus usos perversos. Como toda herramienta, no es ella en sí misma el problema, sino quien la usa. Ya no hablemos ni siquiera de la ira de sus usuarios, que se ven confrontados en encarnizadas batallas ante cualquier pretexto. Este es un fenómeno de toda la vida, aunque, claro, frente al COVID-19 se ve más. Primero, porque las tensiones aumentan. Segundo, porque todo el mundo está mucho más conectado que de costumbre.
Pero más allá de estas discusiones, otros fenómenos con potencial macabro también van abriéndose paso. Hablo de la aparición de bots o de algunos usuarios pagados que inventan historias sobre el peregrinar de personas inexistentes, falsamente infectadas de COVID-19, que imaginariamente no han recibido atención médica en ningún hospital no visitado. ¿El objetivo? Promover el pánico, porque sus promotores bien saben que el pánico y la histeria son el abono para la violencia. No hablemos de partidos ni de colores. ¿Quién en su sano juicio querría hacer más grave una crisis mundial y nacional, causando histeria, solo para alcanzar sus objetivos personales? Difícil entenderlo.
Son muchos los frentes, y es difícil controlarlos. Lo peor, a mi juicio, es cuando la violencia se vuelve una actitud de Estado, algo que la ONU ya ha identificado alrededor del mundo. Múltiples gobiernos han utilizado el COVID-19 como excusa para aplicar medidas violatorias de la libertad y los derechos humanos. Esto no es cosa trivial. Estamos en una lucha contra la pandemia, pero para ganarla no podemos perder las aspiraciones democráticas.
Manchamanteles
La OMS lo dijo desde hace semanas: para frenar la pandemia del COVID-19 se necesitan pruebas, pruebas y más pruebas. Frente a un virus que puede ser letal, pero que también puede pasar inadvertido en el 80 por ciento de sus portadores, la única opción es aplicar pruebas claras y certeras, en vez de esperar a que los síntomas aparezcan. A pesar de ello, en Estados Unidos —por ejemplo— las pruebas parecen estar aplicándose con recelo. Recientemente, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades revelaron un dato preocupante: el número de muertes no coincide, en proporción, con el número de infectados. ¿La razón? Los casos podrían estar subestimados. Todo, debido a la falta de pruebas. Hace falta seguir los llamados de la OMS, pero ¿cómo pedirle eso a un presidente que le recortó el financiamiento a la organización internacional a media crisis?
Narciso el obsceno
Según Gilles Lipovetsky (24 de septiembre de 1944), autor de La era del vacío, en la época actual el narcisismo se ha trasladado del factor social al individual, lo que promueve la cultura del individuo egocéntrico. Se han abandonado los grandes ideales promotores de la culpa en favor del cuerpo —su juventud y belleza— y de un bienestar interior que genera la ansiedad narcisista que se expresa en un consumo desbocado y sin precedentes. Las pocas opciones que distinguen a nuestra era, aunadas a la estimulación hedonista como valor supremo, han generado individuos más inseguros e inestables. Digamos que, para Lipovetsky, Narciso se fragmenta entre el vacío y lo efímero.