“Parecía que las tejas del cielo se abrían, y jarros gigantes de barro llenos de agua caían sobre nosotros”.
Chalita se acomoda en su mecedora de madera forrada en ‘petatillo’, al tiempo que bebe una taza de té de manzanilla y me pide bajarle a la tv para poder contarme de “Hilda”.
“Sólo recuerdo que era septiembre de 1955 -10 de septiembre le digo, le aclaro- y fueron diez largos días. Vivíamos entonces en Rancho Nuevo del Norte (Tamaulipas) y prácticamente, estábamos a la intemperie. Las casas, chozas más bien, eran hechas de barro y palma. Poco podían cobijar. Un señor que pasaba en su camioneta vendiendo zapatos, nos advirtió que venía un huracán y que iba a entrar por Tampico. Decía el hombre, que era una amenaza porque venía cargado de mucha agua y viento. Mientras nos contaba, el aire lo despeinaba bruscamente y con dificultad podía mantener su sombrero en la cabeza”.
Mira el techo, da un par de sorbos al té y continúa:
“No teníamos radio para escuchar las noticias. Mucho menos televisión. Creo que nunca habíamos visto una. Sólo escuchábamos rumores de los pocos vecinos que teníamos y vimos que algunos se fueron del rancho a Ciudad Victoria a alojarse con familiares. Nosotros no conocíamos a nadie fuera de nuestro terruño. Eramos pap(Andresito) y mamá (Clarita), mis hermanas Úrsula y Antonia la más pequeña, mi hermano Felipe y yo. Elena mi hermana ya había muerto -muy joven- y Andrea ya se había casado y no podíamos comunicarnos con ella porque se fue a vivir a Zaragoza, pueblo lejano a nosotros”.
Chalita se frota las manos con nerviosismo, como recordando cada momento y como sufriendo tal cual si lo viviese de nueva cuenta. Sus ojos se ponen cristalinos y acuosos. Su voz se torna nostálgica y con un dejo de profunda tristeza. Los recuerdos caen de golpe. Es la única sobreviviente de toda su familia. Suspira profundamente y se abraza a sí misma.
“Escuché a papá decirle a mi hermano y a mi tío Casimiro -le decíamos Chumbo de cariño- que le ayudaran a trancar las puertas de la casa principal. ¡Las mujeres adentro! gritó.
Las nubes, allá lejanas se veían negras. Aterradoras. Amenazantes. El viento era muy fuerte. Las palmas del techo de la casa, parecía que iban a volar a la nada. ¡Que miedo teníamos! Cuanta incertidumbre. Cuanto temor. Y de pronto, empezó todo. Parecía que las tejas del cielo se abrían y jarros gigantes de barro llenos de agua caían sobre nosotros. Se nos agotaron los rezos. Pero no se nos podía acabar la fe. Mamá Clarita, nos hacía rezar y rezar. Nos iluminaba una pequeña fogata de leña dentro de la casa, y difícilmente podíamos dormir por el ruido de los truenos y los rayos que iluminaban por completo todo alrededor.
Chumbo ,Felipe mi hermano y Papá Andresito, salían de vez en vez por algo de comida. Las gallinas daban pocos huevos y comíamos de lo poco que se encontraba en el monte. Eran pocos los momentos que menguaba la lluvia. Los animales se guarecían donde podían. Pensamos que no acabaría nunca”.
Se incorpora de la mecedora y camina con dificultad dando vueltas al comedor. Sus pasos son lentos. Su mirada ha cambiado. Sonríe un poco. Me mira y me regala una mirada dulce y llena de amor.
“Ustedes no saben lo que es el miedo. No saben lo que es la necesidad. No saben lo que es la angustia de estar en medio de la nada. Ustedes tienen mucha suerte de tener todos esos aparatos que les dicen lo que pasa, a donde ir y dónde buscar ayuda. Nosotros no teníamos nada de lo que hoy existe. Les piden que se guarden 14 días y no pueden. Nosotros estuvimos a la buena de Dios por 10 días sin luz eléctrica, sin agua potable y sin que nadie supiera si estábamos vivos o no. Ay m’ijo, yo ya pasé por el Huracán Hilda, por el terremoto del 85 y del 2017 en la Ciudad de México, me tocó la Segunda Guerra Mundial, el dengue, el paludismo, la encefalitis equina, la influenza, la fiebre porcina y muchas cosas que no recuerdo. Hay que tener fe y mucha paciencia y todo esto va a pasar. El Coronavirus no va a poder más que la humanidad. Y que ya se vaya, porque quiero festejar mis noventa años en julio y este virus no me los va a arruinar. Ya déjame sola que quiero rezar y ya me quiero dormir también”.
Cierro la puerta de su habitación y me siento tan desarmado de argumentos, de palabras, de cifras, de estadísticas y de números que ojalá no hubieran existido nunca.
La pandemia está ahí afuera, pero la entereza, la fe, la fortaleza de nuestros ancianos, sigue intacta, y es ahí , donde tenemos que aprender y reabastecernos de confianza para vencer cualquier obstáculo, por duro que éste sea.