Por Jeannette Gorn
Esa noche, metida en mi cama, con un aguacero fuertísimo afuera —como se dan en San José de Costa Rica—, cerré mi libro erótico, muy erótico, y para mí era inverosímil que alguien escribiera de esa manera y provocara un terremoto en mi cuerpo. Además, estaba convencida de que mi vida erótica había llegado a su fin (aún era muy joven, pero estaba ya casada con Aburrido-Aburrido). Cerré los ojos, y mi cuerpo palpitaba al ritmo de la pluma plurisexual que tiene Donoso en El obsceno pájaro de la noche. No sabía qué hacer con mi propia demanda de tanta completud. Sonó el teléfono; eran las 10 de la noche (en la provinciana San José ya era muy tarde). La lluvia no me dejaba oír muy bien; era mi gran amiga de toda la vida, que vivía en México. “Me caso”, me dijo. Yo de inmediato le alcancé a decir: “Felicidades”. Ella me dijo: “Pero es goy (gentil), y nadie de mi familia vendrá a la boda”. Sus padres eran muy religiosos (él era el presidente del centro israelita), y ¡un goy! ¡Oh, oh, oh, oh! “Sí”, le espeté sin pensarlo, “ahí estaré”. Colgué y me dije: “¿Cómo voy a conseguir el boleto si soy una amita de casa?”. Me desperté al otro día temprano y fui a ver a mi papá. Lo encontré detrás de una máquina en su fábrica; como siempre, escondido tras sus lentes. Le expresé rápido el complejo tema que me llevó a él, y sorpresivamente me dijo que sí: “Yo te compro el boleto; vete a la boda de tu amiga”. Así es: en el destino toda cuaja; ahí comenzó la experiencia más tormentosa y dinámica que he vivido.
Llego a México. Los preparativos… Y a cada rato alguien decía: “El doctor Simón-Simón va a ser el testigo mayor”. Y alguien más decía que Simón-Simón hacia esto, pensaba aquello, opinaba lo otro, hacía todo. Ya estaba yo aburrida de oír tanto su nombre y pregunté: “Pues ¿quién es Simón-Simón?”. Por toda respuesta me dijeron: “El filósofo de América Latina, quien pretende hacer posible el sueño de Bolívar”, y bla, bla, bla…
Yo no sabía cómo iba a vestirme (la boda era en un casco de hacienda). Mi amiga me miraba como ven los judíos ricos a los judíos centroamericanos: con un desdén casi invisible, pero con desdén al fin. Me prestó un sari, y llegó el gran día. Los abogados dijeron: “Pasarán a firmar los testigos: Simón-Simón, de sesenta años, firma por el novio, y Janin, de veintisiete años, firma por la novia”. Me agaché a firmar, y él me miraba con unos ojos grises, aun atractivos. En tono de complicidad me dijo: “Es usted igualita a una novia que tengo en las termas romanas; la invito a verlas conmigo”. Yo dije: “Sí, seguro”, que era no. Durante toda la fiesta observé que Simón-Simón me miraba de una forma vieja, melancólica, deprimida, anhelante. Los novios se fueron de luna de miel, y Simón-Simón me invitó a comer. Casi no hablaba: era tartamudo. ¿El sueño latinoamericano tartamudo? Pues sí: también había esa versión.
Me despedí de él por teléfono, y ni fu ni fa me hizo sentir. Un día cualquiera (igual al de ayer), trabajaba yo en la universidad de Costa Rica. Me llamaron de la Rectoría para decirme que sí me habían otorgado la beca que pedí para ir a Europa. ¿Yo? Firmaba Simón-Simón. Me felicitó el rector; me ofreció todo su apoyo. Mi beca era de un mes. Me fui a casa convencida de que era un loco y de que, por supuesto, no iría. Fui a buscar a Ceci, mi entrañable cómplice. Le conté la historia, y, con sus enormes ojos llenos de ternura, me dijo: “¡Qué va, muchacha! ¡Ándate!”. No estaba en mis planes de vida algo tan locamente apasionante. Lo que viví no volverá jamás: en la vida de una mujer judía casada se sigue un camino trazado con gis imaginario.
Llego de nuevo al aeropuerto de México, me registro, y ahí estaba él con su mirada de nada me llena. Al subir al vuelo, él ya había apartado los lugares, y, cuando el avión despegó, yo empecé a llorar un llanto ahogado de horror. ¿Quién era Simón-Simón? ¿Un asesino serial? ¿Un maniático? ¡Mi dios!, ¿qué había hecho?, ¿qué había hecho?
Él casi no habló durante el viaje (primera clase: todo lo daba la beca). Al aterrizar en París, tomamos un taxi que nos llevaría a un hotel en Champs-Élysées. Subí al cuarto, abrí el balcón y casi tocaba con mi mano la llama de Charles de Gaulle. Las veces que he vuelto a París, muchos años después, esos hoteles eran casi museos por lo que cobraban; entonces yo no lo sabía. Él llego más tarde; me dijo con su tartamudeo: “¿Te quieres bañar?”. Me bañé. Después él hizo lo mismo. Tocaron a la puerta: champagne y caviar para celebrar. Tomó su copa y dijo: “À votre santé”. Yo oí: “Morirás”. Se me acercó. Temblando como yo estaba, tomó mi mano y la entrelazó con la de él formando un tipi. Así nació una historia de amor enloquecida. Olvidé decirles que yo no conocía Europa. Él fue eso para mí: un acompañante de viaje maravilloso, culto, tranquilo y (si me veo muy locochona) enamorado. Colgada de su brazo vi el mundo con otros ojos. Yo era para él una mujer/sexo, lo que no era tan malo: eso me excitaba, me dejaba sin aliento; noche a noche hacíamos el amor. Su historia personal era un desastre: no había nada que pudiera ofrecerme a futuro (nada convencional, estable, seguro), sólo momentos furtivos, que también terminaron siendo institucionales. Tenía esposa, amante, y yo era más de lo que él podía. Me empezó a contar su vida (grave error); por ejemplo, que su hija quedó embarazada sin casarse o que tuvo oficio de cartero (por eso aguantaba caminar tanto) y bla y bla y bla.
En ese entonces lo admiraba, aunque debo decir que, después de leer su tesis doctoral —la muy aplaudida y reconocida—, me empecé a dar cuenta de que sus ideas filosóficas sobre América Latina se desmoronaban una a una y, otra vez como tantas, ha sido derrotado y utilizado el proyecto. ¿Por qué estábamos en Europa y no en América Latina? ¡Ah, claro!: era hermoso ver desde Bélgica América Latina. ¡Qué agraciada y novedosa era la vida con él! Caminatas de amor, turistas del deseo, amantes cada noche, se me fue metiendo en el alma, en el cuerpo, en mí. Tomé de él lo poquito de su libertad.
Al principio me trataba con cuidado: no me compraba nada fuera de la beca. Después, todo lo que yo quería. “Sácame de mí”, me decía cada noche cuando nos metíamos a la cama. Todo fue una locura de cosas que conocí: los cuadros de Anton van Dyck, la última cena de Gaudí, un hotel-castillo en el mar con muchas escalinatas y nuestra complicidad (que lo rejuvenecía para mí). Un día en la ópera tomados de la mano (lo prohibido), se acercó un joven que al oído le dijo: “El embajador de México les pide por favor que pasen a su palco”.
En Londres fuimos a ver una película en la que bailaban en el mercado. Luego pasamos justamente por ahí y nos pusimos a bailar. De pronto se paró un coche con un alto funcionario de México: “Doctor Simón-Simón, suba por favor”. ¡Oh, oh!, me llevó a escuchar a Von Karajan, a oírlo dirigir la novena en Londres. Cuando vi sus brazos que se abrían como alas, me produjo lo más parecido a un orgasmo. Así, de beca en beca, de viaje en viaje, yo me vine a vivir a México. Mis amigos (y aun mis hijos) piensan que fue por amor a él, pero no: me enamoré de la cultura, del saber. Nadie lo cree, pero los borrachos, los niños y los cuentos dicen siempre la verdad. Nunca he tenido dinero de sobra; será por eso que nunca le pedí nada. Ése fue mi error: no le hice ver que yo tenía dos hijos cuando él ya hablaba de sus nietos, y, entonces, mientras mas crecía el amor, más me dividía en partes cortadas. Linealmente, mis hijos no cabían con él, y él no cabía con mis hijos. Así es: cuando entran los afectos, todo se complica. Yo era su amante, la de las termas romanas, nada más. Yo estallaba en una locura de amor por mis hijos y por él, y creo que él no se daba cuenta siquiera de que yo existía como yo. Era la de las termas romanas. Mis compañeros que tomaban clase con él hacían preguntas inapropiadas en clase. Por ejemplo: “¿Cómo se le llama a quien se aprovecha de una mujer-niña-madre que salió de un gueto 32 años menor que él?”. Dejó de dar clases.
Me fui amoldando entre mi trabajo en la UNAM y mi locura, que era vasta y llena de ausencias (creía yo que se podía llenar de erotomanía, como dicen algunos). Enamorado también de Europa, Simón-Simón trabajaba en América Latina para poder ir a Europa. Yo lo veía como un fraude intelectual, como tantos otros de la máxima casa de estudios, una de tantas vacas sagradas. ¿Qué dan las vacas sagradas? Él me estafó quizá porque también yo formaba parte de su sueño latinoamericano: yo le daba juventud a cambio del decrépito conocimiento de repetirse a sí mismo, de tener un séquito que decía: “Lo que usted diga, doctor Simón-Simón”, “¡Qué idea tan maravillosa!”. De pronto él me empezó a oler a rancio, a baúl guardado, a moho. En otro viaje fuimos a África. No recuerdo qué pasó, pero acordamos que yo regresaría a Europa y él se quedó en África a dar sus conferencias. Lo veía tan triste, tan deprimido, tan agotado, pidiendo limosnas de juventud… Una madrugada llena de bruma, tocó a mi puerta para decirme que el presidente de la república se lo llevaba a un viaje por América Latina. Fue liberador: no iba a verlo por un buen rato. “En México”, me dijo muy doctoral, “nadie le dice no al presidente”, frase que (después supe) era coloquial (y muchos le dicen no al presidente). Se fue. Hablaba todos los días desde el teléfono de los periodistas.
No sé por qué recuerdo ahora que estábamos en Múnich. Despertamos con la noticia (era 5 de septiembre) de que había muertos, rehenes: atletas israelíes (corría el año de 1972). Simón-Simón paró el viaje. Yo lloraba de rabia de no poder hacer nada. Su novia de las termas romanas no tenía identidad judía. A mis 28 años, ¿qué hacer? Nunca me he sentido peor. Tuve que huir con este (supuesto talentoso) cobarde que vivía solo en su propia historia.
Esa noche, aburrida como todas, me bañé y —con el pelo mojado, en sandalias, con unos jeans y una playera— fui a dar las buenas noches a mis compañeras de casa (mis hijos ya dormidos). Una de ellas tenía una fiesta. “Acompáñame”, me dijo. “¿Cómo? ¡Mira mis fachas!”. “No importa”. Bueno, mi amiga era ley. Pues voy sin pintarme, sin nada en la cara, ni unas gotas de rubor. En fin, llegamos a la fiesta. En el centro del espacio donde era la fiesta estaban sentados los ayatolas de la política de diversas facultades. ¿Qué hacía yo ahí? Un hombre —joven para ser un tótem— me sacó a bailar. ¿Por qué lo hizo, si no sabía? Pero, bueno, me dijo: “Tengo que salir de viaje esta noche. Nos vemos a mi regreso”. Una hora más tarde regresó y nunca se fue, hasta que se murió (muchos años después). A Simón-Simón, mientras él viajaba, yo tenía que sacarlo de mi vida. “¿Por qué volviste?”, le dije a este joven (quizá mentiroso). “Por ti”, dijo simplemente; “vamos a tomar una copa”. Yo no tomaba más que agua, pero fui. Me gustaba su sonrisa, pero, pero, pero… no supe bien qué pasó entonces. La conciencia de mí no existía en mi vocabulario: yo era una mujer zombie como tantas, como tantas… Faltaban pocos días para que regresara Simón-Simón. Estando en la cama con Ulises, me propuso matrimonio y me llevó un anillo. Me sentí obligada a contarle mi historia vergonzante. Esperaba una crítica, no la carcajada que soltó. “Janin”, me dijo, “ese méndigo nos negó ayuda para los sesentayocheros que estaban en la cárcel; es un burgués de mierda”. Aún oigo su carcajada. Yo lo amé. Él contuvo esa locura, y creamos la nuestra: una historia de amor real. Fue el padre de mis hijos y de nuestro hijo sin diferencia alguna. Creamos una familia de tantas.
Cundo salí del África a París, montada en el papel de princesa ofendida, me instalé en un hotel adonde él llegaría. Tenía amigas en París que me invitaron a protestar por la discriminación en Francia hacia los judíos, y acepté acompañarlas. Entre grito y grito, de pronto sentí que nos tiraron una red (como en el África cazan a los animales). Gritos en todos los idiomas. Un árabe se acercó a mí y me dijo en su idioma palabras que yo no entendía, se abría la jareta. Vimos luz de repente. “Allez, allez !”. ¿Qué podían pensar mis hijos? No los volvería a ver nunca. Pedí a Dios con tanta fuerza: “Cuídalos”. Pero, ¡oh, oh!, unas prostitutas maravillosas empezaron a disparar a los secuestradores y gritaban en todos los idiomas: “¡Corran, corran!”. Sólo alcancé a ver que corría contra el viento en el Sena. Pensar en mis hijos me fortalecía. Llegué al hotel. Ahí estaba de regreso Simón-Simón y medio mal humorado me dijo: “¿Dónde estabas?”.