viernes 22 noviembre, 2024
Mujer es Más –
CULTURA VIDA

«CUENTO» ¿Morir puede ser un acto erótico?

 

Jeannette Gorn Kacman

Ahora, desde mi temprana vejez, cuando a lo largo de toda mi vida he oído hablar de los dictadores latinoamericanos, me cuesta entender cómo pude soportar nacer en una hermosa tierra fértil, llena de volcanes, de pozas, de mares cálidos y fuertes, de lagunas. Pienso que esto me dolió siempre, porque, a pesar de que la guardé con llave en un cajón lejano, volvía a mí continuamente como algo entrañable. Físicamente era bella, pero tenía el corazón podrido. Ahí moraba el dictador Tacho, que, según decían todos (menos mis parientes), tenía pacto con el diablo: no podían matarlo.

Yo tenía una nana negroide y analfabeta, dulce como la caña de azúcar. Los judíos éramos pocos, y no fue la más culta migración la que llegó a Nicaragua: sólo querían hacer dinero o, en el caso de mi familia, dejar de pasar hambre. A veces mis padres se reunían con sus amigos judíos (los únicos que tenían). Comentaban con mucho entusiasmo los buenos negocios que hacían con Tacho.

Mi tío Abraham iba a la Curva; así se llamaba el lugar donde vivía el dictador. A veces él me llevaba. Yo era muy chica; lo único que recuerdo es que el primer batallón que lo cuidaba era una pila de lagartos y cocodrilos hambrientos de carne humana.

Una tarde estaba yo en el zaguán tomando el aire. “Muera el dictador”, gritaron. Un río de sangre salió de la casa, y, a través de ese río intolerable, ta, ta, ta, los soldados se fueron en sus camionetas. No sabía qué pasaba, pero vi esto muchas veces a lo largo de mi vida.

Así, con ese calor bochornoso pasaba la vida monótona. Ni niñez se acabó cuando mis padres me metieron a un colegio de monjas, radicales todas, incultas. Papá argumentó que las niñas bien iban a colegios de monjas. Para peores penas, me tocó como compañera una nieta de Somoza, que además era huérfana de madre y por ello manipulaba al grupo. En Managua había un loco famoso que se llamaba Maximiliano, y, cuando me tocaba a mí la persecución, yo moría de pánico. Creo que estudié psicoanálisis para poner una barrera entre ese loco y yo.

Aún conservo el olor de los plátanos fritos, chicharrón con yuca, servidos en una hoja de plátanos verde que vendían en las esquinas de alguna calle de Managua. Mi nana me llevaba a comerlos. Esa nana llamada Petrona fue y será mi madre. Era revolucionaria; tenía reuniones secretas. Ahí estaba yo para que ella pudiera justificar sus salidas. Escuché consignas de “Muerte al dictador”. No entendía nada: si era tan bueno para los judíos, ¿por qué la gente quería matarlo?

Había purísimas: siete noches dedicadas a rezar a la Virgen María. “¿Quién causa tanta alegría? La Concepción de María. Que venga la chicha y la cajetilla”. Yo solía ir con la nana los días en que mis padres salían. Nos pillaron varias veces; recibí palizas por eso. Otra vez la contradicción: ¿por qué sí se podía estar en colegio de monjas?

De noche, el calor nos sacaba a la calle, y nos sentábamos en mecedoras a tomar el aire y el té. Esa noche fue diferente: pasó un hombre extraño al que, al compás de mi mecedora, le vi sudor-odio. No era ni feo ni guapo: era odio.

En Poneloya (así se llamaba el mar), existía una piedra tan alta y mítica que daba miedo. La llamaban “la piedra del tigre”; estaba embrujada. Un estudiante leía ahí. Las olas subieron tan alto que se llevaron para siempre al joven. “Desafiemos la leyenda”, dije a mi nana, y ahí vamos: piedra a piedra, miedo a miedo, deseo a deseo… Al llegar sudadas y raspadas, vimos un panorama grandioso: estaba el joven-odio en bañador haciendo ejercicios. Yo quería saltar hacia el vacío; ese enorme vacío me gritaba: “¡Salta!”. El joven-odio me miró. Le dije: “Hola”. Eso puso peor la situación. Vi en sus ojos la furia. Muy suave le pregunté: “¿Por qué estás tan enojado?” “¿Puedes vivir, turca (así se llamaba a los judíos y árabes en Nicaragua), en un país en que asesinan todos los días?”.

Mi nana y yo, inocentes e ingratas, veíamos absortas el atardecer. Oscurecía. Bajamos piedra a piedra ayudadas por Héctor (ése era su nombre). Le dije: “Adiós, odio-odio”, y nos fuimos a dormir con mi familia a las hamacas. Papá me miró, vio la hora y sólo dijo: “No tienes remedio”. ¡Pobre papá! No fui varón. Estaba tan orgulloso de mí, y no podía disfrutarlo porque yo era mujer.

Tiempo después decidieron mandarme a estudiar a la Universidad de Costa Rica: se abría por primera vez la carrera de Psicología. Estudiar en Costa Rica y vacacionar en Nicaragua.

La parada de mi camión en San José era frente a la iglesia del Carmen. Ahí, de un camión bajó Héctor. “Hola”, le dije y le extendí los brazos. “Yo no te conozco”, dijo. De necia lo seguí, y, cuando estuve junto a él, me miró de una manera que me excitaba. Tenía volcanes con lava en cada uno de sus ojos. Soñaba yo que el sexo me gustaba violento. Él lo prometía. Yo era sólo una teórica del sexo, aunque debo confesar que fui una masturbadora temprana. “Turca, vete: me comprometes”.

El poeta Cardenal llegó a Costa Rica. Vivía en Solentiname, una isla cerca de Granada, donde nació mi nana. Ella vivía ahora en Costa Rica conmigo. Cardenal era como su poesía: dulce y fuerte; era poesía en armas.

Cardenal era totalmente opositor de Somoza. Tenía una comuna donde los habitantes producían lo que consumían. Su palabra tenía cadencia; era anárquica y liberadora, llena de esperanzas y desoladora. Yo cerraba los ojos y dejaba de ser turca en Nicaragua y polaca en Costa Rica. Era, nada más ni nada menos. Al abrirlos ahí estaba Héctor, limpio, en jeans, con una camiseta que tenía un puño cerrado al frente. No dije nada. Abrió su boca, y unos dientes fuertes y blancos salieron a relucir; sus labios eran gruesos, como un mango que en primavera invitaba a morder. “¿Qué haces aquí, turca?”. “Soy nicaragüense”, le contesté. “¿Sabes?”, me dijo en forma docta, “¿que en el lago de Nicaragua hay tiburones de agua dulce?”. “Como tú”, le dije. Me tomó del brazo con mucha fuerza (en aquel entonces a lo más que podía aspirar una mujer era a ser hembra en la cama y escapar por instantes de tantas letanías de prohibiciones), nos empezamos a alejar del lugar, me metió en un coche viejo, no dijo nada, yo no salía de mi asombro, me daba vueltas la cabeza, sentí mojados mis calzones, me palpitaba algo entre las piernas. De pronto salí de la alucinación: estaba en un cuarto de hotel, se tiró sobre mí y me robó para siempre el ayer, hoy, nunca, mañana… Me dejó sin tiempo para vivir.

“Soy virgen”, susurré, no sé ni por qué. “¡Cállate puta, puta! Las vírgenes son putas disfrazadas”. “Soy solo una mujer caliente”, le dije. “Verás: hay una puta en ti”. Oscilaba su pene erecto; se veía grande, inmenso, universal para mi inocencia. En ese momento era mío, sólo mío, mientras se movía dentro de mí gritando: “¡Apodérate de mí! ¡Disfrútalo, turca! ¡Es sólo tuyo!”.

Luego, al ritmo de nuestros cuerpos cantaba algo así: “Your mama is not your mama! But your mama don’t now!”. No podía entregarme: sólo obedecía. Poco a poco fui soltándome y rasgando no sólo mi virginidad, sino también los prejuicios con que la cuidé. No puedo ser hipócrita: sentía delicioso su penetración dura y fuerte. Dejamos de ser Héctor y yo: nos fundimos y nos confundimos en el fuego de la pasión. Alguien me explicó después que así se siente el goce místico: la fusión. Gozó la carne, las pestañas, las uñas, mi corazón y mi alma. “¡Mulata puta!”, gritó, “¡putota como mi madre!”.

No volví a verlo. Me fui de vacaciones a Managua con mi sexualidad dormida, secreta, quemante. Lo vi en un semáforo, frenó su carcacha de golpe, yo bajé del camión y otra vez igual… Oigo sus aullidos sobre mi cuerpo, mi fe, sus mordidas dulces, su silencio absoluto, mientras hacer el amor se volvía un rito de iniciación. Era tan fuerte ese silencio que contenía todas las letras que forman las palabras de todos los idiomas. Nuestros encuentros ya no eran tan casuales. Aprendí a gruñir como él, escuché sus gritos de dolor. Nuestros aullidos a veces presagiaban una tortura. Una tarde igual a hoy, llegó a uno de nuestros encuentros o desencuentros (vaya uno a saber): “Voy a dejar de verte, turca. Mi pasión hacia ti es total, pero tengo otra más fuerte que la nuestra, y es el grito de dolor y hambre de la gente”, dijo. “Tú eres la pobreza, el suelo donde nací; sin ti seré una apátrida”. Rio tan dulce… Me dijo: “Eres una mujer apasionante. En otra vida me casaré contigo; en ésta no soy dueño de mí. Olvídame, cásate con un turco como tú. Que no sepan que Nicaragua se quema”.

Me hizo el amor deliciosamente varias veces. Ese día sí hablaba: hablaba del sucio olor del hambre. Yo no entendía nada: una niña fresa no sabe del hambre. Sólo quería que me penetrara, dijera lo que dijera.

“¡Mataron a Somoza!”, gritaban las mujeres, saliendo del mercado con sus canastos. “¡Por fin se lo cargó la chingada!”.

Papá cerró las puertas de la tienda. Se escuchaban gritos, lloriqueos, danzas negroides. El periódico decía: “A mi general Somoza lo balearon traidores. Se lo llevaron a un hospital de Panamá y su salud mejora”. Mentira: estaba muerto. Todo era una treta para que su hijo Tachito tomara el poder. Tres días después se anunció: Somoza murió; sus restos se velarán en la estatua del Caballito. Algo falló: el asesino fue baleado hasta el cansancio; los conspiradores, al ver que no se iba la luz, como fue planeado, se fueron sobre él a balazos, cuando él aún estaba en el piso, desde donde podía tirársele a los testículos, único lugar del que Somoza no estaba blindado.

Fuimos mi nana y yo ahí donde lo velaban. Somoza estaba embalsamado con su cara sonrojada, con un crucifijo entre las manos. Lo rodeaban militares vestidos de sacerdotes. “¡Salte!”, dijo mi nana. “Aquí también se vela al héroe que lo mató”. Afuera gritaban: “¡Sandino no ha muerto!”. Nunca supe de dónde venían esas voces. Mi nana me abrazó. Vi sus lágrimas, su menuda figura con un temblor desconocido para mí. Entramos a ver al héroe que hizo la hazaña. Había un cartel detrás, en la pared que se multiplicaba y se multiplicaba: “Así mueren los cobardes”, decía. Olía a pólvora el cuerpo inerte; era Héctor.

No volví a amar jamás y me desmayé.

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