Estaba casi segura de que el Buda que iríamos a conocer era el mismo de mi sueño.
Uno de los grandes faros de luz de la humanidad habita en Japón. Es el Gran Buda del templo Kotoku-in, en la hermosa ciudad budista de Kamakura. Sólo contemplarlo produce una profunda paz en el corazón y nos mueve a reflexionar hasta lo más hondo de nuestro ser sobre nuestra vida y sobre cómo nos sentimos realmente.
Eso me sucedió a mí una de las mañanas más felices de mi vida, cuando éste Buda con el que había soñado veinte años antes se materializó ante mis ojos: era la representación del Buda Amida, con sus 13 metros de altura y sus cientos de años a cuestas –lo construyeron en 1252–.
Siempre le estaré agradecida a mi amiga Carmen Gudiño, que iba conmigo cuando entramos al santuario, por no haberse burlado de mí esa mañana cuando durante el desayuno le conté que estaba muy emocionada, porque estaba casi segura de que el Buda que iríamos a conocer era el mismo de mi sueño.
Al llegar al santuario vimos que los japoneses se lavan las manos en unas pilas de agua, usando unas jícaras de latón que comparten con los demás. Muchos caminan en silencio hacia el Buda, juntan las manos y se inclinan en señal de respeto.
Nosotras seguimos el ritual y nos inclinamos ante el Buda. En el lugar había un silencio poderoso, el silencio creado por la fe de miles de personas. Yo permanecí un buen rato con las manos juntas y los ojos cerrados, disfrutando ese silencio, ese sitio mágico, ese faro de luz espiritual.
Toda la ciudad de Kamakura es un lugar mágico, en el centro de la ciudad hay jardines y un hermoso lago, a los lados se ven los clásicos puentes japoneses, con barandales rojos. Era el mes de marzo y habían florecido los árboles de cerezo.
Tras recorrer esos jardines, fuimos al templo de Hasedera. Al cruzar la puerta de entrada contemplamos diminutos cuerpos de agua, puentes, hermosas flores y puentes.
Y después subimos la montaña y cada veinte o treinta escalones, había un descanso, una especie de amplia terraza con figuras de los diferentes Budas. Al llegar a lo más alto se puede contemplar el mar y después, entrar al templo en el que está la estatua de Kannon, hecha de madera y cubierta de hoja de oro, mide alrededor de nueve metros y es impresionante.
Después de la experiencia de estar en Kamakura, donde uno se siente como en una de las escenas más sublimes de una película de Akira Kurosawa, la joven que iba con nosotros como traductora nos dijo muy apenada a la hora de comer ‘una disculpa, pero aquí sólo hay restaurantes de comida japonesa, si quieren comer otra cosa hay que ir a Tokio -que está a una hora-”.
Y yo le respondí: “Mire, yo me siento como en el paraíso, así que si aquí sólo hay comida japonesa pues… ¡Qué bendición! A mí me encanta” y la traductora respondió con una enorme sonrisa.
Quizá a usted le sorprendió la columna de hoy, porque en A Contraluz, siempre hablo de política exterior o del acontecer nacional, pero en este fin de año quise compartir un pedacito de una experiencia extraordinaria. Quiero desearles un fin de año lleno de luz y profunda alegría, y un 2017 que inicie con la energía y determinación que necesitamos para construir todo aquello que anhelamos.
Esta columna se tomará unos días de vacaciones, pero nos leemos con nuevos bríos, la segunda semana de enero.
Georgina Olson. Reportera, apasionada por la investigación; afición que abarca desde reportajes de la Venezuela chavista, pasando por el tráfico de armas, la migración centroamericana, hasta la explotación del oro mexicano por los consorcios mineros internacionales. Es licenciada en Relaciones internacionales por la Universidad de las Américas, maestra en Periodismo por la Universidad del Rey Juan Carlos de Madrid-Agencia EFE. En 2010, The Woodrow Wilson Center y The Washington Post la becaron para realizar una investigación sobre tráfico de armas de EU a México, publicada en Excélsior.