jueves 21 noviembre, 2024
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VIDA PLENA

«COLUMNISTA INVITADO»: Tíbet

Un afortunado viaje por el Tíbet; una experiencia que cambia la vida. 

No estaba contemplado este viaje. Sucedió como las casualidades-causalidades de la vida. Una amiga mexicana tenía la intención de venir a China y quería visitar el Tíbet. Me dispuse a investigar todo lo relacionado con el viaje. Conforme avanzaba más, me convencía que la tarea sería muy complicada dado que para ir la Región Autónoma del Tíbet, es necesario hacerlo a través de una agencia reconocida por el gobierno chino, así como contar con un permiso especial para la visita. Luego de un par de días de búsqueda, conseguí la información. La agencia que se encargaría de todo, incluyendo el trámite del permiso, el hotel y la trasportación. Hice la reserva y se lo comuniqué de inmediato. Su respuesta fue una disculpa. Prefería ser cuidadosa con sus gastos por aquello de la crisis económica que podría desatarse en México en el año de 2017 por los hechos conocidos por todos. Le comuniqué esto a la chica de la agencia, quien reviró diciéndome: “Y usted por qué no se anima; será el último viaje corto del año. El siguiente, por el frío, lo programaremos para finales de la primavera. Debería de ir, quizá este viaje no era para su amiga, sino para usted. Piénselo. Las cosas son por algo. No existen las casualidades”. Medité. No me costó mucho trabajo tomar la decisión.

 

Al día siguiente, que era el límite para solicitar el permiso de entrada al Tíbet, hablé de nueva cuenta con la amable agente de ventas para cambiar la reserva a mi nombre y envié lo que me pidió. Tres semanas más tarde, estaba formado en una gran línea de gente esperando documentar en el Aeropuerto de Pudong, Shanghái, para el inicio de esta maravillosa experiencia.

 

Como suele pasar en los aeropuertos, estaciones de autobuses y trenes en toda China, el tumulto puede convertirse en caos. Todos quieren ser los primeros. Recordé nuestro México cuando a la hora de hacer filas, hay quienes se sienten más inteligentes que los demás y se meten pensando que tienen una especie de pase VIP divino que les permite, según sea el caso, llegar tarde pero ser el primero en pasar, comprar o subir.

 

Después de empujones y una espera de 40 minutos, llegué al mostrador. Mi documentación tardó más de lo normal. Entre llamadas telefónicas, revisión del permiso de entrada al Tíbet y mi pasaporte, casi pierdo el vuelo. La burocracia no acabó ahí. Tuve tres revisiones más antes de subir al avión, igual o más detalladas. Me esperaba una jornada larga. El vuelo MU2335 me llevaría a Xi´an para luego transbordar al vuelo MU2335 con destino a la Ciudad de Lhasa (Ciudad de los Dioses), a la que llegué cansado luego de 8 horas de viaje, transbordos y revisiones.

 

Lo primero que me impresionó fue la cadena montañosa del Himalaya que se ve desde la ventanilla del avión. Parecía que la aeronave estaba sólo a algunos metros de distancia de los picos nevados. Observé ríos, arroyos, comunidades enclavadas en las faldas de las montañas, lagos y una gran cantidad de cerros de menor tamaño, de donde seguramente proviene la gran cantidad de metales que se explotan en esta región.

 

La revisión a mi llegada al aeropuerto del Tíbet, que funge también como base militar aérea, no fue muy distinta a la de Pudong. Todo está controlado. Logré salir, no sin antes volver a presentar mi permiso a otro oficial que se encontraba en un puesto de revisión. Pensé que era la última. No fue así. Hubo una más en una caseta a la mitad del camino a Lhasa. De eso nos hablaron los guías, de la seguridad y las mediadas que tendríamos que cumplir durante nuestra estadía en Tíbet: llevar siempre el pasaporte-permiso, no tomar fotos a los militares – soldados, no hablar de política y no abandonar nunca al grupo ni andar solos.

 

Ya en el hotel, y después de otra rigurosa revisión de mis documentos, finalmente pude ir a la habitación. Pensaba dejar las cosas y salir a recorrer la ciudad. No fue así. Los casi 3 mil 650 metros sobre el nivel del mar que tiene Lhasa, obliga a tomar las cosas con mucha calma. Aclimatarme me costó dos días. De poco sirvió la altitud de la Ciudad de México a la que estoy acostumbrado. No sé si por la emoción o el frío (-4 grados bajo 0), no pude dormir. Me levanté temprano. Desayuné y me dispuse a iniciar el tour compuesto por 3 gringos, 3 australianos, una francesa que recorrerá el mundo por una año, una taiwanesa y yo.

 

A las 9:30 de la mañana partimos del lobby con destino al primer lugar. El Monasterio de Drepung, construido en el año de 1416, está a 10 kilómetros de distancia de la Ciudad de Lhasa. Es uno de los seis más importantes en la región y los monjes budistas lo siguen usando como un espacio de meditación y estudio.

 

Antes de la “liberalización del Tíbet”, en el año de 1953, vivían alrededor de 10 mil monjes en el lugar; sin embargo, luego de las políticas de control de Mainland (China), hoy en día hay sólo 500. Desde el lugar, enclavado en una montaña, se aprecia la Ciudad de Lhasa. La tranquilidad y silencio es tal que se puede escuchar el murmullo de los más de 250 mil personas que la habitan. El azul profundo del cielo, que contrasta con el panorama desértico de las montañas, le da un toque muy especial al lugar. Puedo decir, claro, en sentido figurado, que pude tocar el cielo. El recorrido duró 3 horas, suficientes para meditar sobre muchas cosas, tomar fotos y sentir la energía de esa tierra. Por la tarde, nos trasladamos al Monasterio de Sera que fue construido en el año de 1419. En el lugar, más de 100 monjes discuten diariamente con sus pares sobre filosofía budista durante horas. No importa el frío, el calor o la lluvia. Es un templo del saber.

 

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Al día siguiente visitamos el Palacio de Potala, que habitaba el actual Dalai Lama (14) y que en su momento, otros Lamas lo hicieron. Se encuentran los restos de algunos Lamas en aposentos de oro puro y joyas preciosas en algunas de las mil habitaciones que hay en el lugar. Una experiencia indescriptible. No sé qué hay ahí, pero hay algo especial. El olor a incienso hecho a base de manquilla y el ejército de fieles que dejan, quizá, dinero que no tienen a cada figura de los Budas, es algo que nunca había visto. No se trata de dar una limosna, es, considero, un acto de profunda fe que se refleja en la cara de felicidad de los tibetanos que después de haber hecho el tributo, realizan sus plegarias y ritos de adoración. La tarde transcurrió con la visita del Templo Jokhang y un recorrido a la zona comercial del centro de Lhasa que, por cierto, está resguardada por un nutrido número de policías y soldados. 

 

Al día siguiente, sin mi grupo que viajaba a los Himalaya por 8 días más, acudí al Palacio de Verano NorbulingKa de los Dalai Lama, declarado en el año de 2001 Patrimonio de la Humanidad. Valió la pena desobedecer al guía. Su instrucción fue quedarme en el hotel hasta la 1:00 pm, hora en la  que me recogería un taxi para trasladarme al aeropuerto, pero no iba a desperdiciar una mañana encerrado, menos en el Tíbet. Valió la pena el desacato.

 

 

Enclavado en un espacio boscoso y alejado del ruido de la ciudad, el perímetro de 36 hectáreas explica por qué los Lamas lo utilizaban para descansar y estudiar. Al igual que en el Palacio de Potala, hay algo muy especial que no puedo explicar en estas líneas. Es quizá, una energía que produce un sentimiento de profunda tranquilidad, misma que noté en la mayoría de los tibetanos. Probablemente los principios causa-efecto, la lucha contra la ignorancia, el enojo y los celos ayudan a ello. No lo sé. No lo puedo afirmar como científico social que soy, pero doy gracias a mi amiga por cancelar su viaje al Tíbet. Fue, sencillamente, una experiencia producto de la causalidad que me cambió la vida. De eso estoy seguro. Namaste. 

 

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Profesor del Departamento de Derecho y Relaciones Internacionales del Tec de Monterrey, Campus Santa Fe. Investigador visitante del Instituto de Desarrollo de la Universidad de Fudan, China.  

 

 

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