Las mujeres han sido educadas con énfasis muy especial para cuidar a los otros.
En estos días he vuelto a tener la experiencia de estar en una sala de espera de terapia intensiva y urgencias de un hospital público. Es la séptima sala de este tipo en la que me ha tocado quedarme más allá de una visita, por lo que he podido observar algunas pautas que se repiten en estos lugares. La primera que es muy evidente es que la mayor parte de quienes acompañan a los enfermos son mujeres. Esta proporción en una noche de guardia puede ser del 60 al 80%. Una noche me tocó oír a una señora decir que “los hombres sí aguantan quedarse ahí toda la noche”, como diciendo que eran “más fuertes”. Puede ser que sí, pero el hecho es que las que se quedan en su mayoría son mujeres, como uno de muchos hechos en que las creencias son más fuertes que las evidencias.
La razón de esta mayoría de mujeres acompañantes en las desgracias se debe a varias razones, todas relacionadas con la manera en que hemos sido socializados como hombres y mujeres; es decir, la manera en que hemos aprendido cómo son y qué les toca hacer según el sexo-género que tengamos, y con base en este aprendizaje (ninguna “naturaleza”, puro aprendizaje social), las mujeres han sido educadas con énfasis muy especial para cuidar a los otros, y por eso se han construido en un estereotipo de ternura, empatía, atención, sensibilidad, más virtudes que se vuelven peligrosas para su salud como el sacrificio, que hace que se convierta en una “cualidad” pasar sus necesidades a un segundo plano frente a las de los otros. El sacrifico ha sido ponderado en la historia de las mujeres como una cualidad que las “santifica”.
Digo que es una característica peligrosa porque hay una diferencia en el desarrollo de la empatía de las personas para conectarse con las necesidades de los otros y hacer decisiones maduras que sostengan a los que necesitan (empatía), sin que eso implique poner en riesgo los propios recursos y necesidades, muy especialmente la salud propia.
A este estereotipo hay que agregar otras situaciones sociales como el hecho de que a las mujeres les dé menos pena que a los hombres pedir permiso en sus trabajos para atender a los enfermos, justamente por este estereotipo de que a ellas “les toca”.
Ha sido muy estudiado el síndrome de los cuidadores de los enfermos, los de enfermedades largas o crónicas, no de los profesionales sino el de los familiares, y el primer dato es que se trata en su mayoría de mujeres. Estas cuidadoras pueden pasar largos periodos de su vida en esta tarea que les llega a ocasionar enfermedades físicas y emocionales, con síntomas graves de estrés, cansancio y depresión.
El fenómeno es complejo porque he tocado aquí las creencias sociales que presionan, legitiman y justifican que sean las mujeres quienes tengan que desarrollar estas pesadas tareas, pero no hay que dejar de mencionar que son los sistemas de salud pública los que están entre limitados y colapsados, ya que los servicios de salud deberían incluir la posibilidad de tener cuidadores profesionales como apoyo a las familias que los necesitan, como ocurre en los países desarrollados.
Por otro lado, lo que toca desarrollar en nuestras familias es un espíritu de cuidado mutuo y solidario, sin distinción de género; es decir, que les toque a todos y todas, para los que de manera temporal o permanente atraviesen por una situación de vulnerabilidad. Si este valor sigue cargando a las mujeres, seguirá recargándose en la salud de las mismas, al tiempo que los hombres seguirán quedando fuera de la posibilidad de entrenarse en la empatía y el cuidado.
He visto a muchos hombres ser excelentes cuidadores, qué privilegio para ellos y para quienes les ha tocado recibir sus cuidados. Pienso aquí en tantas mujeres cercanas a las que he visto “sacrificarse”, en verdad de forma generosa y admirable hacia sus enfermos crónicos, todas lo volverían a hacer –si les preguntamos–. Pero no es justo, ese no es un sistema justo. Se necesita del apoyo de los servicios públicos y de la distribución de forma más equitativa de estas tareas entre hombres y mujeres, así como del aprendizaje por parte de todos de las cualidades humanas que se requieren para hacerlo.
Adriana Segovia. Socióloga por la UNAM y terapeuta familiar por el ILEF.