Izquierdo tomó partido por el feminismo exacerbado de la década de los 30.
“Yo he venido a México buscando el arte indígena, no una imitación del arte europeo. Pues bien, las imitaciones del arte, en todas sus formas, abundan: pero el arte propiamente mexicano no se encuentra. Únicamente del arte de María Izquierdo se desprende una inspiración verdaderamente indiana. Es decir que, en medio de las manifestaciones híbridas de la pintura actual en México, la pintura sincera, instantánea, primitiva, inquietante de María Izquierdo, ha sido para mí una manera de revelación”. De esta forma se refirió el artista Antonin Artaud sobre la expresión artística de una de las creadoras pláticas más significativas que ha dado este país, María Izquierdo.
Resulta muy difícil hablar de una pintora mexicana que no refiera a la figura de Frida Kahlo. Sobre todo cuando a partir de los años ochenta se despertó en el mundo la “fridomanía”. Sin embargo, lo que resulta más sencillo es hablar de otra arista del arte plástico mexicano con una propuesta más valiente, audaz y original, la de María Izquierdo.
Izquierdo Nació en 1902 en Lagos de Moreno, Jalisco. A los cinco años quedó huérfana, bajo la tutela de sus abuelos. Sobre sus primeros años de estudio se sabe poco, aunque se conoce que para finales de la segunda década del siglo XX ingresó a la Academia de San Carlos, donde se destacó como estudiante hasta 1927. Ahí conoció a Rufino Tamayo, que por oídas fue a visitarla, so pretexto de conocer su trabajo, el cual, contrariamente a lo que se estaba realizando en aquel momento, mostraba un nacionalismo poco “histórico e idealizado”. En sus obras se reflejaba, como lo señaló el propio Artaud: “pictóricamente con características primitivas”. Con Tamayo, primero como maestro y luego como amante, vivió un tórrido romance.
Entre 1927 y 1930, a Izquierdo le pasó por encima un tercio de su vida. Viajó, continuó pintando bajo las enseñanzas de Diego Rivera, se casó, y lo más importante, se convirtió en la primera mujer en exponer individualmente en Estados Unidos en la Art Center Gallery de New York. Por su hazaña, algunos contemporáneos como Orozco, Rulfo, Lola Álvarez Bravo, Siqueiros y el propio Tamayo señalaron: “Izquierdo es esencial; Frida es, folklórica”.
Su pintura, en esencia era un reflejo autobiográfico. Aquellos aspectos indianos descritos por Artaud, reflejan sus estados de ánimo, de creadora, mujer, madre, maestra y artista. Sus biógrafos aciertan en señalar que como toda mujer de la década de los treinta, Izquierdo tomó partido por el feminismo exacerbado, por la militancia ideológica contra el fascismo, pero sobre todo por una corriente feminista de sobrevivencia en un mundo de hombres para hombres: “Es un delito nacer mujer y encima tener talento”, una retahíla mental y de su obra artística.
A partir de 1945, María comenzó a dar clases de acuarela en La Esmeralda. Dividía al alumnado con Frida. Había una clara inclinación. Los “izquierdistas” y los “fridos”. Pero ella sentía que había preferencia por los segundos debido a la influencia de Diego. Poco a poco, María comenzó a cambiar su estilo, aunque nunca su talento. Sufrió una terrible decepción hacia 1947 cuando el Gobierno de la ciudad le encargó que pintara las paredes del edificio del Ayuntamiento. Al disponerse a trabajar encontró, sin ninguna causa, clausurada la bodega de sus materiales. Después supo que había sido Rivera y el propio Siqueiros quienes influyeron en la decisión de las autoridades. Aquella mezquindad evitó que Izquierdo se convirtiera en la primera mujer muralista del país. El dolor moral que le causó aquel hecho provocó un sentimiento de rencor que sacó a flote toda su ideología creadora y luchadora. Al respecto escribió: “el primer obstáculo que tiene que vencer la mujer pintora es la vieja creencia de que la mujer sirve sólo para el hogar […] cuando logra convencer a la sociedad de que ella también puede crear, se encuentra con una gran muralla de incomprensión formada por la envidia o complejo de superioridad de sus colegas; después vienen los eternos improvisados críticos de arte que al juzgar la obra de una pintora casi siempre exclaman: ¡para ser pintura femenina, no está mal! Como si el color, la línea, los volúmenes, el paisaje o la geografía tuvieran sexo”.
María empezó a pintar por encargo y a descuidar su obra. Su etapa azul había fenecido. En 1948 sufrió una embolia y una hemiplejia. Baldada, intentaba pincelar con la mano derecha sin fuerza apoyada en la izquierda. Alrededor de su enfermedad se creó el mito de que intentó pintar con la mano izquierda pero el resultado era lastimoso. Hasta se inventó el rumor de que no quiso aprender a pintar con la mano izquierda por la contradicción astral de su apellido. Incluso se vociferó que sus últimos cuadros los había mandado a hacer con sus alumnos y que como no resultaban de su agrado, nunca los firmó. Como aquel paisaje que adorna el restaurante de la “Posada del Tepozteco”.
Durante su enfermedad vivió el abandono de sus amigos y familiares. Volvió al origen y a la pobreza. Los artistas cercanos organizaron ventas de obra y subastas para ayudar a su convalecencia. Pero según rezan los corrillos, su marido malversó el dinero en la compra de un departamento de lujo y a María simplemente la llevaba a las termas del Peñón para paliar su enfermedad.
En 1955, el Bachiller, Álvaro Gálvez y Fuentes dio la noticia a través de los micrófonos de la W, de que la pintora mexicana María Izquierdo había muerto. Una crónica recuerda que su cuerpo estaba tendido en su cama lleno de flores y de palomas de papel, sobre un colchón que asomaban los resortes, y que aún no cerraba su féretro cuando ya se encontraban en venta todos sus bienes.
A diferencia de muchos artistas, Izquierdo murió con el reconocimiento de su talento por su obra. No necesitó que el tiempo la compensara para saberla como una de las artistas plásticas contemporáneas más grandes. En 2012, por Decreto presidencial pasó a formar parte de la Rotonda de los Hombres y las Mujeres Ilustres.
Sería injusto mencionar alguna de las obras de la artista para inclinarse por alguna predilección. Son su emblema el Retrato de Belem (1928), El Circo (1939) y la Soga (1947). Pero definitivamente recuerdo con calidez y cariño de El Mantel rojo (1940). Leí sobre aquella obra una crítica juvenil que marcó mi vida para siempre. Aída, autora de la narrativa (había cambiado el título de la obra por “El rebozo rojo”), era la voz de una estudiante luchadora y tenaz, que como Izquierdo, desde joven, marcó su territorio para revolucionar el arte. La primera, a través de la pintura; la segunda, a través de las letras. Hoy en día ambas trascienden. Una con su legado y otra con su quehacer presente.
Carlos Silva. Maestro y candidato a doctor en historia por la UNAM. Su especialidad: historia política contemporánea. Publicaciones: El Diario de Fernando; las biografías de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Gonzalo N. Santos; 101 preguntas de historia de México; Todo lo que un mexicano debe saber. Es coordinador de Gestión Cultural de la Subdirección General de Patrimonio Artístico del INBA y dirige su propio sello editorial Quinta Chilla Ediciones.