La violencia sexual es un asunto de poder.
Ahora que nuestra atención se centrado en las competencias olímpicas vale la pena reflexionar sobre la profundidad que puede llegar a tener la relación de un entrenador y una deportista, sus efectos positivos, y alertar sobre la condición de poder de esta figura central del deporte, que puede llegar a propiciar violencia sexual contra las pupilas.
Una encuesta aplicada 2005 por la asociación Deporte, Mujer y Salud a 150 mujeres y algunos varones maratonistas (10 %), reveló que el acoso sexual y la violencia no son tan extraños en el mundo de los deportes. En sus respuesta los varones, quienes se mostraron más abiertos a contar estas historias, refirieron que el 67 % de los casos el agresor era el propio entrenador y el 92 % señaló que la agresión tenía lugar en instalaciones deportivas.
Alguna vez fui profesora de una integrante del equipo olímpico de clavados y recuerdo que me comentaba lo estresante que llega a ser la presión de unos Juegos Olímpicos; poco después, con los Juegos de Atenas a la vista, estalló el escándalo de violencia sexual del entrenador Francisco Rueda sobre otra de las integrantes del equipo de clavados de México.
En aquella lamentable historia Rueda habría usado un argumento contundente para presionar a su pupila: de él dependía el boleto a los Juegos Olímpicos. La relación personal de años, previa al incidente, la confianza de la joven, el discurso del entrenador para hacer pasar la serie de incidentes como una relación consensuada, creó áreas grises en el caso, que aumenta por el hambre de medallas. En aquella ocasión no se llegó a fondo.
El entrenador tiene un especial poder sobre la deportista, sobre todo si es de alto rendimiento, porque el deporte y los entrenamientos necesarios para estar en un equipo olímpico, ponen al descubierto las debilidades de las deportistas, y son los entrenadores los encargados de limarlas, fortalecer a sus pupilas y disciplinarlas para superarlas; pero este conocimiento ha sido usado para acosar y abusar a deportistas de renombre.
La violencia sexual, en todos sus matices, no es un asunto de instintos animales, no tiene que ver con lo atractivo del cuerpo de las deportistas o de la ropa que usan, es sobre todo un asunto de poder, y en el caso de los entrenadores es algo que su propia función les otorga.
En otra ocasión tuve acceso a la historia de una joven que había sido abusada cuando niña por su entrenador de natación. Algunos podrán decir que los tocamientos son un incidente menor; pero puedo asegurarles que ella llevaba años de terapia tratando de superar el incidente violento. “Todo sucedió en la alberca. Yo pedía con la mirada a otros entrenadores que me ayudaran, pero nadie hizo nada”, señalaba en su testimonio.
Como en muchos ámbitos, es necesaria la creación de protocolos de atención a estos casos de violencia sexual, que procuren la seguridad de las deportistas, el establecimiento de políticas claras de las instituciones deportivas, los institutos del deporte y centros deportivos privados.
Durante años he hecho ejercicio en el bosque de Tlalpan, y todas las corredoras recordarán el letrero clavado en un árbol que advertía sobre el peligro de asaltos sexuales en los senderos del bosque. El letrero no era una placa oficial, había sido colocado por quienes conocieron estas dramáticas historias.
La violencia sexual es un acto de poder. El temor a este tipo de ataques limita nuestro acceso al espacio público, a las instalaciones deportivas y a una vida donde el deporte sea un derecho que se disfrute con seguridad.
El fracaso empaña el regreso del equipo Olímpico Mexicano y propiciará grandes discusiones sobre cómo suceden las cosas, es una buena ocasión para revisar a fondo también la violencia sexual en el deporte.